La historia de ginecología es una mezcla de ignorancia, rechazo misógino y miedo que hizo que hasta hace muy poco no supiéramos realmente cómo es una vagina.
Por ejemplo, en 1852 la ignorancia de la anatomía y la fisiología femenina era casi medieval: un médico norteamericano citaba con orgullo que las “mujeres prefieren sufrir el extremismo del peligro y el dolor antes que renunciar a los escrúpulos de delicadeza que impiden la completa exploración de sus enfermedades“. Los médicos, pues, hasta hace muy poco, apenas se acercaban un par de palmos de la zona reproductiva del cuerpo de la mujer… y si era posible, ni siquiera la miraban.
Por ejemplo, Judith Flanders cuenta que un médico fue inhabilitado por descubrir que un cambio en la coloración de la zona que rodea la vagina poco después de la concepción era un indicador útil de embarazo, no porque fuera un descubrimiento más o menos acertado sino… porque para llegar a esa conclusión había que hacerlo mediante observación directa.
James Platt White, otro respetado ginecólogo de Estados Unidos, fue expulsado de la American Medical Association por permitir que sus alumnos observaran a una mujer dando a luz. Y eso que la mujer había dado su consentimiento.
Y otros médicos, si se topaban en un parto con una mujer de pelvis estrecha, se negaban a usar fórceps para que no dieran a luz y trajeran al mundo niñas con esa minusvalía heredada.
Y si leemos una publicación como la British Medical Journal en una fecha tan reciente como 1878, la cosa no es mucho mejor: llegó a publicar una misiva preguntándose si el contacto de la mano de una mujer con la menstruación podía estropear el jamón.
Un ginecólogo pionero (y atrevido por el hecho de que se introdujo más a fondo en el sexo femenino) fue un cirujano llamado Isaac Baker Brown. El problema es que Baker estaba completamente equivocado en sus conclusiones. Por ejemplo, estaba convencido de que casi todas las enfermedades femeninas eran resultado de “la excitación periférica del nervio púdico centrado en el clítoris“. En palabras más pedestres: si las mujeres sufrían locura, epilepsia, histeria, insomnio o muchos otros trastornos nerviosos estaba directamente relacionado con el hecho de que se masturbaban. La solución eran tremendamente fácil: extirpar quirúrgicamente el clítoris. Ah, y de paso también extirpemos los ovarios, que los consideraba también nocivos. El problema es que nadie había extirpado ovarios, así que sus primeras pacientes murieron en el intento.
En 1867, Baker Brown fue expulsado de la Obstetrical Society of London, en cuanto se descubrió que llevaba años extirpando clítoris sin el consentimiento o conocimiento previo de las mujeres intervenidas. Sin embargo, a pesar de las prácticas medievales de Baker, él fue quien hizo más por elevar los estándares modernos del estudio y la práctica de la medicina femenina.
Ahora disponemos de un conocimiento mucho más preciso del sexo femenino, hasta el punto de que incluso sabemos por qué las vaginas de las mujeres huelen como huelen (y por qué algunas de ellas huelen a pescado), tal y como os expliqué Los olores de la vagina: Una vagina de olor desagradable no siempre es sinónimo falta de higiene (de hecho, el exceso de higiene es peor que la falta de higiene, pues se destruye la imprescindible flora vaginal). Un olor fétido puede ser producido por lo que se llama vaginitis bacteriana, una infección que produce compuestos como la trimetilamina, que curiosamente es la misma sustancia que otorga su olor al pescado poco fresco. También encontraremos putrescina, que es lo que hallaremos en la carne putefracta, y cadaverina, que ya os imagináis de dónde proviene el nombre.
Pero basta con retroceder 100 años más, hasta 1726, para leer cosas tan estrambóticas como la que refiere Bill Bryson:
Los anales de la medicina muestran el mejor ejemplo de candidez profesional en el celebrado caso de Mary Toft, una criadora de conejos analfabeta de Godalming, Surrey, que durante varias semanas del otoño de 1726 logró convencer a las autoridades médicas, incluyendo a dos médicos de la casa real, de que estaba dando a luz conejos. La noticia fue una auténtica sensación nacional. Varios médicos asistieron a los partos, y se mostraron de lo más asombrados. Solo cuando otro médico real, un alemán llamado Cyriacus Ahlers, investigó con más atención el tema, dictaminó que todo había sido una patraña de Toft, que confesó por fin el engaño.
Si hemos de remontarnos a los inicios, entonces hemos de ir al antiguo Egipto, donde se halla el texo ginecológico más antiguo: el papiro ginecológico de Kahun, que trata sobre afecciones femeninas (enfermedades ginecológicas, fertilidad, embarazo, anticoncepción, etc). El papiro se divide en 34 secciones, cada una de las cuales aborda un problema específico junto con el diagnóstico y su tratamiento, sin sugerir ningún pronóstico. Ninguno de los tratamientos es quirúrgico, tan sólo incluyen el empleo de medicinas sobre la parte del cuerpo afectada o su ingesta.
Por ejemplo, en el papiro podemos leer que el embarazo no se detectaba por la ausencia de menstruación sino que por el vómito que los restos en putrefacción de cerveza o dátiles molidos esparcidos por el suelo producían en la mujer El número de vómitos determinará el número de nacimientos que producirá. Durante la gestación, sin embargo, los egipcios pensaban que la sangre de la menstruación era desviada hacia la formación y mantención del feto.
Vía | En casa de Bill Bryson