La posibilidad médica de retardar la muerte constituye un progreso, pero al mismo tiempo genera nuevos interrogantes éticos: ¿hasta dónde debe prolongarse la vida de un enfermo terminal? ¿Qué cuidados se le deben aportar? ¿En qué momento preciso se puede decir que una persona ya está muerta?
Como dice Carl Sagan en su obra Los dragones del Edén, unas de las primeras consecuencias de las facultades anticipatorios inherentes a la evolución de los lóbulos prefrontales debe haber sido la conciencia de la muerte.
Y es que con toda seguridad el ser humano es el único organismo de la Tierra con una idea relativamente clara de la inevitabilidad de la muerte. Mors certa, hora incerta, afirma el adagio latino. No es la que la idea de la muerte estuviera ausente antes del espectacular desarrollo del neocórtex; lo que ocurre es que hasta aquel momento nadie había reparado en que la muerte sería su destino último.
Desde el plano médico, se pueden distinguir tres nociones de muerte:
-La muerte clínica: el cese permanente del funcionamiento del organismo.
-La muerte biológica: el cese de la actividad de todas las células de los tejidos, lo cual se produce de modo gradual y termina con el proceso de descomposición.
-La muerte ontológica: la separación del principio que animaba al organismo (aquello que clásicamente se ha denominado alma).
La noción que resulta más interesante es la muerte clínica, pues el hecho de que haya células o tejidos aislados (cabellos, uñas, etc.) que sobrevivan un cierto tiempo al resto del organismo no agrega nada al tema de la muerte. Además, sólo la muerte clínica puede ser constatada.
De modo casi unánime se reconoce actualmente que lo decisivo para determinar la muerte es la muerte clínica es la muerte cerebral, que es el cese total e irreversible del funcionamiento del encéfalo (es decir, del cerebro considerado en su totalidad, con el tronco cerebral incluido, y no solamente la corteza).
Como dice Sherwin B. Nuland, los ancianos mueren de enfermedades que podrían haber superado fácilmente de haber sido algo más jóvenes. Y cuando somos jóvenes, la medicina resulta una buena aliada a la hora de retrasar la muerte. Sin embargo, el deseo de vivir a toda cosa podría resultar contraproducente.
Las estadísticas arrojan unos datos extrañamente contradictorios a este respecto: la mayoría de las personas que son llevadas a urgencias y creen que van a morir, en realidad corren poco peligro de muerte, al menos a corto plazo. Hasta ahí, es razonable, pues somos hipocondríacos por naturaleza. Pero lo chocante es que a la mayoría de esos pacientes les habría ido mejor si se hubieran quedado en casa.
Ir demasiado al médico podría ser más peligroso que no ir. El director médico Craig Feied:
Cuando hay demasiadas interacciones médico-paciente, la amplitud se manifiesta en todo. Más personas con problemas no fatales toman más medicamentos y se someten a más procedimientos, muchos de los cuales no ayudan en realidad, y algunos de ellos son perjudiciales, mientras que la gente con enfermedades verdaderamente fatales casi nunca se cura y acaba muriendo de todas formas.
Es decir, acudir al hospital aumenta las posibilidades de sobrevivir si uno tiene un problema grave, pero aumenta las probabilidades de morir si el problema no es grave.
Esto podría explicar cómo fue posible que una serie de huelgas de médicos en Los Ángeles, Israel y Colombia tuviera como resultado que la tasa de mortalidad descendieran significativamente en esos lugares, entre el 18 y el 50 %. O el descenso general de la mortalidad que se produjo en Washington cuando un elevado número de médicos dejaron la ciudad al mismo tiempo para asistir a un congreso de medicina.
Vía | Cómo morimos de Sherwin B. Nuland