El efecto placebo es ciertamente poderoso. Es capaz de hacernos mejorar los síntomas de una enfermedad, e incluso es capaz de curarnos, cuando en realidad no estamos tomando ninguna medicina sino simple agua con azúcar (por ejemplo).
Todavía hay muchas sombras sobre cómo funciona el efecto placebo, y cómo es posible que nuestra mente, si confía en determinado remedio, es capaz de mejorar nuestro estado de salud. Lo único seguro es que funciona, y que funciona de una manera espectacular: por esa razón los ensayos clínicos sobre nuevas medicinas son tan complicados, para certificar si realmente ha sido la nueva medicina la responsable de la mejoría de la enfermedad o ha sido la propia confianza del paciente en la nueva medicina.
Ésta también es la razón de que debamos desconfiar de un paciente o un grupo de pacientes cuando afirma que “a él le ha funcionado determinado remedio”. La única forma de saber si realmente funciona un remedio es, a grandes rasgos, coger un grupo amplio de personas, dividirlo en dos y hacer que un grupo tome la medicina que queremos probar y el otro, simple agua o una cápsula de azúcar. Los pacientes no deben saber si toman medicina real o de mentira, y los médicos tampoco. Por eso a esta prueba se la llama doble ciego.
Si el grupo que toma la medicina de verdad presenta un tanto por ciento de curación significativamente mayor que el grupo que no toma la medicina, entonces el ensayo clínico ha sido un éxito. Si no es así, comercializar esta medicina sería un fraude (algo que sucede, por ejemplo, con la homeopatía, que no ha superado ningún ensayo clínico riguroso).
El placebo es un fenómeno tan poderoso que puede llegar a producir casos estrambóticos. Hasta el punto de que una sustancia para producir el vómito sea… la sustancia capaz de detener las ganas de vomitar de una persona. Esta prueba extrema del efecto placebo la llevó a cabo el doctor Stewart Wolf.
Wolf explicó a dos mujeres que padecían náuseas y vómitos (una de las cuales estaba embarazada) que iba a suministrarles un tratamiento que mejoraría sus síntomas. Entonces les introdujo un tubo hasta el estómago (para que no notaran el sabor amargo de la sustancia) y les administró Ipecac, un medicamento supuestamente indicado para inducir náuseas y vómitos.
Pues bien, no sólo mejoraron los síntomas de las pacientes tras aquello, sino que sus contracciones gástricas (que el Ipecac debía haber empeorado) se redujeron. Los resultados de Wolf sugieren (y sólo sugieren, porque su muestra era demasiado reducida) la posibilidad de que un fármaco tengo el efecto opuesto al que sería de esperar según su farmacología, simplemente, manipulando las expectativas de las personas. En este caso, el efecto placebo fue más potente incluso que las reacciones farmacológicas.
Vía | Mala Ciencia de Ben Goldacre