¿Habéis visto la infausta película Come, reza, ama? Es una película bastante reciente protagonizada por una Julia Roberts que, en plena crisis sentimental y económica, decide empezar a viajar a distintos países a fin de encontrarse a sí misma. Uno de los países a los que acude para meditar, rezar y conectar mejor consigo misma es la India. Y, como ella, miles de turistas se olvidan unos días de sus vidas pedantes, fatuas y burguesas para introducirse de lleno en la espiritualidad oriental. Omm. Esa clase de cosas.
Dejando a un lado la metafísica de andar por casa que rezuman esta clase de viajes, ¿por qué a la gente le llama tanto la atención la India? Dicen que allí la gente es más feliz con menos. Y también que no son tan fríos y cuadriculados (sobre todo como lo es la ciencia occidental, mucho más rígida, dicen, que la oriental, que es más holística, natural y demás sandeces).
Incluso intelectuales mediáticos (generalmente de letras) como Fernando Sánchez Dragó no dudan en hablar maravillas de sus viajes a la India. Más que viajes son epifanías. Esto también pasa con muchos artistas y escritores.
Pero esta tendencia a considerar mejores culturas radicalmente opuestas o sencillamente al borde de la pobreza extrema es algo bastante nuevo: nació en todo su esplendor con la teoría contracultural. Antes, durante la Ilustración, los intelectuales sabían que sabían más que los países tercermundistas, y por supuesto que las culturas antiguas. Y no sólo sabían que sabían más, sino que podían demostrar por qué sabían que sabían más y, lo más importante, saber por qué lo sabían.
Pero entonces llegaron los movimientos contraculturales (probablemente nacidos a su vez de cierta desorientación intelectual y vital y las corrientes filosóficas relativistas que consideraban todos los conocimientos igualmente legítimos: no hay una verdad sino muchas verdades, y demás). Y, zas, empezamos a practicar idiomas exóticos, a participar en rituales religiosos antiguos, a adscribirnos a creencias de culturas que apenas habían progresado científicamente, a hacer yoga o ponernos pareos batik. Cualquier cosa con tal de huir de la tecnocracia y la modernidad estresante.
Sin embargo, tal y como refiere Joseph Heath en su excelente libro Rebelarse vende, “al proyectar sus propios deseos y ansiedades sobre otras culturas, los rebeldes contraculturales han fabricado un concepto de “lo exótico” que simplemente refleja su propia ideología.”
Tendemos a pensar que el hombre más primitivo y salvaje, ajeno a la embrutecedora maquinaria urbanita, será más feliz, estará más equilibrado, mostrará sentimientos más puros, será más hospitalario y más amable. Es decir, caerá en la falacia que defendía Rousseau, la del “buen salvaje”. Basta con revisar algunos estudios antropológicos para desmontar estos tópicos, incluso para montarlos justo al revés: las culturas más primitivas suelen ser más violentas, contar con más crímenes de sangre, son también igual de materialistas, etc. (Os recomiendo La tabula rasa de Steven Pinker para profundizar en ello).
Si sale muy caro viajar, entonces se puede viajar con LDS o leyendo Siddartha de Hermann Hesse o Las enseñanzas de don Juan de Carlos Castaneda. Son modos igualmente legítimos de escapar de la realidad y tratar de buscar un paraíso edénico que en realidad sólo existe en nuestra mente. Como Julia Roberts.
Sin embargo, lo que más nos atañe de esta búsqueda de lo que no existe huyendo de lo que en realidad ni siquiera se comprende (la mayoría de viajeros zen que denostan el estado actual de las cosas tienen el juicio contaminado de prejuicios y poco o nada saben de cómo funciona la ciencia o el progreso), lo que más nos atañe, digo, es la adscripción casi religiosa hacia las técnicas tradicionales curativas como la medicina tradicional china y demás.
Si el mundo oriental es tecnócrata y frío, ¿los remedios de vejetes simpáticos y sabios no serán mucho mejores? ¿Acaso no vivimos en una farmacracia? ¿No tienen menos efectos secundarios los remedios naturales que los médicos se niegan a recetar? Para aclararse un poco las ideas os recomiendo el impresionante Los productos naturales ¡vaya timo!
Veamos cómo retrata Joseph Heath la imagen estereotipada de la medicina occidental que posee la gente que viaja a la India sin tener repajolera idea de medicina occidental (y de la oriental, ya de paso):
La sanidad como institución tiene todos los estigmas de la sociedad de masas. De hecho, podría parecer una pesadilla derivada del dominio tecnocrático. La sanidad es una institución impersonal y burocrática que ingresa literalmente a sus pacientes en un sistema informático cuyo número asignado deben llevar obligatoriamente en una pulsera identificadora. La estructura interna de la organización tiene una clara jerarquía con grupos claramente reconocibles por sus uniformes. Los médicos (hombres en su mayoría) tienen a sus órdenes a las enfermeras (mujeres en su mayoría). En general, el sistema aboga por la intervención tecnológica y el control instrumental de las enfermedades. Los diagnósticos y tratamientos se basan casi enteramente en análisis estadístico, no en la situación concreta del paciente individual. Quien quiera saber lo que es sentirse una pieza del engranaje no tiene más que ir a un hospital.
En la próxima entrega de esta serie de artículos sobre la imagen naïf de la India os hablaré un poco más de la medicina occidental y por qué es mejor que la tradicional (sea oriental u occidental).
Más información | La tabla rasa de Steven Pinker, Los productos naturales ¡Vaya Timo!, Rebelarse vende de John Heath