Cuando era más joven, supongo que espoleado por las hormonas y la ingenuidad propias de la edad, quería cambiar el mundo.
Bien, eso es un eufemismo: más bien quería dominarlo (Plan de Dominación Mundial, of course) y hacerlo a mi medida, bajo los preceptos que yo consideraba más apropiados para la humanidad: una elite científica tamizando las decisiones de los políticos, la búsqueda del conocimiento absoluto por encima de cualquier otra cosa, la organización estratificada de los ciudadanos en base a sus conocimientos (y no su dinero, su raza, su religión, su ADN, su sexo, su patria o cualquier otra tontería), la inmediata exploración sistemática del espacio exterior, el acceso libre y gratuito a la cultura (SGAE, arde en el infierno), cualificar la cultura de una persona no por su cantidad sino por su calidad (saber los afluentes del Nilo es secundario, así como las declinaciones en latín), educar los sentimientos para que no deriven en patochadas o, peor, en chantajes, y un largo etcétera que mejor me callo para que no penséis que soy un sociópata en potencia. Cosas de la juventud, ya sabéis.
Como digo, esa época ya pasó, y ahora, como suele decirse, ya no me apetece cambiar el mundo sino que intento que el mundo me cambie lo menos posible a mí. O al menos, que me dejen tranquilo: ya buscaré un refugio (o cúpula memesférica) donde reunirme con locos como yo para hablar de estas cosas.
Y es que una sola persona difícilmente podrá cambiar nada de un mundo que se construye a base de inercia y azar. Sin embargo, como colectivo, la humanidad quizá podría dar unos pequeños pasos hacia un lugar un poco mejor.
Por ejemplo, en el ámbito de la ética ambiental. Somos la primera especie sobre la Tierra que se ha convertido en una fuerza geofísica capaz de alterar el clima (tal y como lo hicieron en su día los ciclos glaciares, las llamaradas solares o la tectónica). La superpoblación es un problema acuciante.
Todas las especies muestran preferencia hacia el ambiente en el que sus genes fueron ensamblados. De modo que resulta improbable la creación a corto o medio plazo de un hábitat artificial tan apropiado como nuestro planeta en todos sus miles de detalles (por cierto, otro de mis dislates de juventud cuando pretendía dominar el mundo). Fracasos como el de Biosfera 2 dejan en evidencia nuestras limitaciones.
Otros consideran, sin embargo, que no somos tan esclavos de nuestra naturaleza como creemos, y que seremos capaces de modificar la superficie terrestre para crear un mundo mejor del que nuestros antepasados conocieron. Esta clase de teóricos consideran al ser humano de la siguiente forma, tal y como los describe magníficamente Edward O. Wilson:
Cultural. Indeterminadamente flexible, con un potencial enorme. Cableado e impulsado por la información. Puede desplazarse casi a cualquier lugar, adaptarse a cualquier ambiente. Inquieto, cada vez más abundante y hacinado. Piensa en la colonización del espacio. Lamenta la pérdida actual de naturaleza y todas estas especies que se extinguen, pero es el precio del progreso y, en todo caso, es algo que tiene poco que ver con nuestro futuro.
Wilson llama a los teóricos que piensan que el ser humano es así como exencionalistas (el lado contrario de los naturalísticos). Los exencionalistas consideran que el Homo sapiens ya se ha convertido en una nueva especie: el Homo proteus, el “hombre de forma cambiante”. Y bien, sin duda yo tenía mucho de exencionalista en mi tierna juventud.
La descripción del ser humano por parte de un naturalista sería, de nuevo de la mano de Wilson:
Cultural. Con un potencial intelectual indeterminado, pero biológicamente limitado. Básicamente una especie de primate en cuerpo y repertorio emocional (miembro del orden primates, infraorden catarrinos, familia homínidos). Enorme comparado a otros animales, parvihirsuto, bípedo, poroso, blando, compuesto principalmente de agua. Funciona a base de millones de reacciones bioquímicas delicadas y coordinadas. Se le elimina fácilmente mediante trazas de toxinas y el tránsito de proyectiles del tamaño de guisantes. De vida corta, emocionalmente frágil. Depende del cuerpo y la mente de otros organismos terrestres. La colonización del espacio es imposible sin líneas de suministros enormes. Empieza a lamentar profundamente la pérdida de naturaleza y de todas estas otras especies.
Sin duda, el tiempo me ha ido convirtiendo en un defensor de la visión naturalística frente a la exencionalista. Esta división sobre la percepción del ser humano y su destino se describe perfectamente en una novela apasionante (segunda parte apócrifa de La máquina del tiempo de H. G. Wells): Las naves del tiempo, de Stephen Baxter.
En ella, se descubren que los elois tienden a ser naturalísticos, hedonistas, defensores de la vida por encima de mayores consideraciones. Los morlocks, por el contrario, sólo vivían, e incluso sufrían, para buscar el Punto Omega, la sabiduría total, y por ello habitaban una esfera Dyson y dedicaban el 100 % de todo su tiempo en interactuar con ordenadores y descubrir leyes físicas.
Cuando leí esta novela, adulaba a los morlocks y despreciaba a los elois. Hoy en día creo que me acerco más a los elois que a los morlocks. Pero ¿dónde está nuestra posición como especie, como colectivo? ¿Quizá la justa mitad?
Ahondaremos en ellos en la próxima entrega de este artículo.
Vía | Consilience de Edward O. Wilson