¿Cuánta comida hay en el mundo? ¿A cuánto nos toca a cada uno? ¿Para cuánto hay? ¿Cuándo llegará el colapso? ¿En qué momento el crecimiento demográfico será insoportable?
Para llegar a calcular estas estimaciones, quizá en primer lugar deberíamos saber cuánta tierra nos corresponde a cada uno de nosotros. A principios de 1970, el economista Colin Clark calculó que todos nosotros podríamos, en teoría, sobrevivir con sólo 27 metros cuadrados de tierra por cabeza. ¿Os suena a poco?
Sí, la verdad es que 27 metros no es demasiado: hasta la mayoría de mini apartamentos del centro de una gran ciudad son más grandes. Pero imaginad un simple tarro de tierra. Aunque no lo parezca a simple vista, el tarro estará atestado de vida. En un simple tarro, de promedio, puede haber diez mil millones de bacterias, casi todas desconocidas por la ciencia, casi un millón de levaduras; cientos de miles de hongos o mohos; y unos diez mil protozoos. Sin contar los nematelmintos, los platelmintos, los rotíferos y otras criaturas microscópicas, conocidas colectivamente como criptozoos.
Pero a nosotros nos importa la comida para vivir, así que veamos los cálculos realizados por Clark a ese respecto para 27 metros cuadrados de tierra. De promedio, cada uno de nosotros necesitamos 2.500 calorías diarias (a no ser que estemos en plena Operación Bikini). Lo cual equivale a unos 685 gramos de grano. Si lo duplicamos para obtener algo de combustible, fibra y proteína animal, nos sale 1.370 gramos de grano.
El ritmo más acelerado de fotosíntesis en una tierra rica en nutrientes y correctamente irrigada es de unos 350 gramos por metro cuadrado al día, pero ese número puede ser reducido hasta 50 cuando se consideran los mejores resultados que la agricultura puede alcanzar en una mayor superficie. Así que para cultivar los 1370 gramos que una persona necesita, son necesarios 27 metros cuadrados. Utilizando esta base, y con la productividad de aquellos tiempos, Clark calculó en los setenta que el mundo podría alimentar 35 000 millones de bocas.
Hoy ya hemos superado los 6.000 millones habitantes, así que todavía nos queda bastante para alcanzar el techo teórico postulado por Clark hace cuarenta años.
Si bien la tecnología puede hacer que esta cifra se eleve, para no ser tan optimistas, vamos a imaginar que un ser humano necesita 100 metros cuadrados de tierra para sobrevivir. ¿Cuánto margen tendríamos entonces?
Según Matt Ridley:
En 2004 se cosecharon en el mundo unos 2 000 millones de toneladas de arroz, trigo y maíz en aproximadamente quinientos millones de hectáreas de tierra: una productividad promedio de cuatro toneladas por hectárea. Esos tres cultivos constituyeron aproximadamente dos tercios de la comida del mundo, directamente y vía carne de vaca, pollo y cerdo, lo cual equivale a alimentar a cuatro mil millones de personas. Así que una hectárea alimentaba a unas ocho personas, lo cual significa que cada una utilizaba aproximadamente 1 250 metros cuadrados, en comparación con los cuatro mil metros cuadrados que se utilizaban en los cincuenta. Esto sigue estando muy por encima de cien metros cuadrados. Además, el mundo cultivó otros mil millones de hectáreas en la que se cosechó otros cereales, sojas, vegetales, algodón y cultivos similares (la tierra de pastura no entra en este cálculo), lo cual equivale a unos mil metros cuadrados cada uno.
Según esta visión optimista, el límite de la producción agrícola parece lejano. Sin embargo, hay otros analistas que son más pesimistas, como por ejemplo Edward O. Wilson, que en su libro Consilience apunta que, si bien sólo se está cultivando una pequeña parte de la superficie de la Tierra, por ejemplo, ello ya incluye la parte más cultivable: la mayor parte restante tiene un uso limitado, o ninguno en absoluto. Y los cultivos actuales ya están empezando a degradarse, como han concluido edafólogos expertos.
Así pues, en el tema de la ecología, el optimismo que plantea Ridley quizá no sería una buena estrategia a seguir. Y, en todo caso, en ecología, como en medicina, es un error rechazar por alarmista una preocupación: un diagnóstico positivo falso es una inconveniencia, pero un diagnóstico negativo falso puede ser catastrófico. Si hay que apostar, quizá es más apropiado apostar por la cautela.
Si por el contrario confiamos en nuevas prótesis técnicas para paliar la escasez de recursos, entonces el problema se irá agravando, requiriendo nuevas prótesis más tecnológicamente avanzadas. ¿Hasta dónde podremos llegar? ¿La espiral es infinita? Probablemente no. Basta un pequeño paso en falso o alguna limitación del tipo que fuere para que todo se vaya al traste.
Vía | El optimista racional de Matt Ridley | Consilience de Edward O. Wilson