¿Y comer una hamburguesa? Quizá el ecologista escogerá un carne local, pero ello no evitará que la carne vacuno, en general, responda al mismo esquema de emisión de metano de los productos lácteos (2500 gramos de dióxido de carbono por un cuarto de libra). ¿Chuletas de cordero? Error: las ovejas también producen metano.
Si queréis comer carne sin contaminar demasiado, entonces podéis optar por el cerdo o el pollo, que emite la mitad de dióxido de carbono. O mejor todavía: pescado, concretamente las especies que nadan cerca de la superficie (arenque, caballa, pescadilla).
Sobre lo de consumir productos locales para evitar la contaminación del transporte, tampoco está muy claro que sea así. El transporte emplea energía, en efecto, pero su impacto es menor de lo que cabría esperar porque la mayoría viaja en barco. Por ejemplo, se consume más combustible fósil para criar un cordero en Reino Unido que en Nueva Zelanda, que tiene una estación herbosa más larga y más energía hidroeléctrica, lo cual compensa las emisiones nocivas causadas por el transporte.
Lo mismo sucede si un ciudadano británico opta por tomates de su país en vez de España. (Las cifras del ejemplo neozelandés proceden de Michael Shuman, autor de Going Local. El caso de los tomates, de The Economical Environmentalist, de Prashant Vaze).
En otras palabras, para contaminar menos no debemos preocuparnos tanto por lo local como por promover políticas que, localmente, apuesten por energías menos contaminantes.
Vale, pero al salir del trabajo, el ecologista concienciado va a hacer la compra, y se trae las bolsas de casa, para no tener que hacer gasto de las bolsas de plástico del supermercado. Pero tal y como cuestiona el economista Tim Harford en su libro Adáptate:
A Geoff le habría parecido estupendo llevarse las bolsas de plástico de casa para ir al supermercado, cuando una bolsa de plástico no es responsable más que de la milésima parte de las emisiones de dióxido de carbono de los alimentos que se llevan en ella. Todo lo anterior no llegaba a compensar el exceso que supone ir en coche al supermercado, que habría generado más de 90 gramos de dióxido de carbono por kilómetro.
Bien, pero un buen ecologista, si está muy lejos del supermercado, usará un Toyota Prius, por ejemplo, un coche híbrido que consume menos que un coche de gasolina. Sin embargo, aquí no se tienen en cuenta otros factores. Por ejemplo, en un atasco causan más emisiones indirecta que directamente, al obligar a reducir la velocidad a los demás coches.
Y ¿si se opta por un transporte público? ¿Por ejemplo un autobús? Tampoco las cosas son tan obvias. Por ejemplo, en Londres, la ocupación media de un autobús es de 13 pasajeros. Un coche, sin embargo, tiene una media de 1,6 personas. Así pues, los coches emiten menos dióxido de carbono por pasajero y kilómetro de media que los autobuses de ocupación media. Pensaréis que el autobús ya existe, así que el gasto ya está hecho, y no usarlo sería una pérdida mayor: pero las compañías de autobuses toman decisiones sobre la cantidad de futuros viajes para una ruta en función de las personas que los toman.
Con todo, imaginemos que vamos siempre solos en el coche y no con 0,6 acompañantes: ahorraremos unos 60 gramos de media de dióxido de carbono por kilómetro. Unos 300 gramos en un trayecto de ida y vuelta. Es una cifra ridícula si tenemos en cuenta que luego podemos desperdiciar esa cantidad al cocer las patatas sin tapar la cacerola. Es tan importante tapar la cacerola que viajar en autobús. Además, hay que tener en cuenta muchos otros factores: con el coche me dirijo exactamente donde quiero ir, en autobús circulo haciendo rodeos para recoger a otros pasajeros. Los expertos ni siquiera se ponen de acuerdo en cuáles son las cifras totales de contaminación entre unos y otros sistemas de transporte.
Seguimos desmontando mitos en la cuarta entrega de esta serie de artículos.