Fueron los buscadores de plantas las primeras personas que se adentraron en los bosques orientales de Norteamérica (exceptuando el paso de los indios). Porque los bosques podían proporcionar a los europeos toda clase de tesoros habida cuenta de la flora desconocida que crecía allí, en el Viejo Continente.
Para aquellos buscadores fue como si, de repente, se les hubiera dado la oportunidad de explorar un planeta extraterrestre en busca de nuevos hallazgos botánicos. Y, de todos ellos, el buscador pionero probablemente fue John Bartram, que fue el que encontró una cuarta parte de todas las plantas nuevas. Él solo.
La hortensia, el cerezo negro, la azalea, la Venus atrapamoscas, la enredadera de Virginia, la camelia… y cientos de especies más se recolectaban en los bosques americanos para ser enviados a través del océano hasta Inglaterra, Francia y Rusia.
John Bartram era un cuáquero de Pensilvania nacido en 1699 que empezó a interesarse por la botánica a raíz de la lectura de un libro sobre el tema. Tal y como lo explica Bill Bryson en su libro Un paseo por el bosque:
empezó a enviar semillas y esquejes a un correligionario londinense suyo. Este le animó a buscar nuevas especies y Bartram se embarcó en varios viajes cada vez más ambiciosos que le llevaron a recorrer más de 1.500 kilómetros por las más escarpadas colinas. Pese a ser un completo autodidacta que nunca aprendió latín y entendía solo en términos muy generales las clasificaciones de Linneo, fue un coleccionista de plantas excepcional, con una habilidad asombrosa para localizar e identificar especies desconocidas.
Un cuarta parte de las 800 plantas descubiertas en Norteamérica durante la época colonial se las debemos a John Bartram. Su hijo William, sin embargo, encontró muchas más.
Una de las primeras expediciones de Bartram se prolongó durante más de cinco años y le llevó a adentrarse tanto en los bosques que hubo quien le dio por muerto, cuando regresó, supo que Norteamérica llevaba un año en guerra con la corona británica y que había perdido patrocinadores.
En 1765, halló una camelia particularmente atractiva, la Franklin altamaha. Era tan rara que no tardó en extinguirse debido a la codicia humana. Hoy sobrevive únicamente como planta de invernadero, gracias exclusivamente a Bartram.
Para encontrar nuevas especies había que pasar peligros y penurias, pero valía la pena, y no solo por la fama y la gloria, sino también por el dinero. Una única semilla especialmente codiciada podía venderse hasta por cinco guineas.
En un solo viaje, John Lyon sacó en limpio 900 libras una vez descontados los gastos, una fortuna considerable; al año siguiente volvió y obtuvo casi la misma cantidad. Fraser realizó una larga expedición con el patrocinio de Catalina la Grande de Rusia y cuando regresó se encontró con un nuevo zar en el trono al que no le interesaban las plantas y que lo tildó de loco, al tiempo que se negaba a respetar el contrato firmado por su predecesora. Fraser, entonces, cargó con todo hasta Chelsea, donde tenía un pequeño vivero, y allí se ganó muy bien la vida vendiendo azaleas, rododendros y magnolias a las clases pudientes inglesas.
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