Menos macabra que la Ruta de los Huesos, aunque igualmente surgida de una pesadilla con algunas décimas de fiebre, es la autopista de Tarim, situada entre las grandes dunas del Taklamakán, China, y que se considera la autopista (o reguero de asfalto) más larga jamás construida en un desierto: 552 kilómetros, uniendo la ciudad de Luntai con la de Mifeng, que fueron puestos allí de 1993 a 1995.
Imaginad la estampa: un monótono paisaje de arena, de un tamaño equivalente a la mitad del área de España, pausado como los primeros minutos de Lawrence de Arabia, y de repente, ¡zas!, un camión cruza delante de vuestras narices a velocidad endiablada, haciendo que hasta la médula de vuestros huesos tiemble por el rugido.
Esta imagen delirante, contradictoria en una de las zonas más áridas del planeta (con toda la razón del mundo, su nombre, en lengua uigur, se traduce como si entras no podrás salir o también se le adjudica el sobrenombre de Mar de la Muerte), es únicamente posible gracias al tesón del gobierno chino y a sus intereses petrolíferos; aunque este desierto ya tiene historia en el asunto de los caminos imposibles: su borde septentrional y meridional lo cruzaban dos ramales de la Ruta de la Seda.
Como corresponde a una carretera de asfalto perfectamente normal en un ambiente salvajemente natural como éste, el mayor problema siempre es el mismo: que la naturaleza no devore la construcción artificial. La arena que acaba situándose sobre el asfalto acostumbraba a obstaculizar el paso raudo de las decenas de camiones que transportaban petróleo de la cuenca del Tarim hacia el sur. Para frenar esta invasión de arena procedente de las dunas errantes, y evitar así que una línea tan fina de civilización permanezca intacta en mitad de la nada, se optó por construir una suerte de muro protector. Algo así como una Muralla China, pero en versión vegetal.
Un escudo protector verde y ecológico compuesto por pequeños árboles y matorrales que crece en los laterales de la autopista y que mantiene despejado el asfalto, frenando el avance de la arena impulsada por el viento. Desde las alturas parece que la línea gris de la carretera esté bordeada a ambos lados por sendas alfombras verdes, finas e interminables. Y el resto del paisaje, dunas marrones. Todo nn prodigio ingeniero-biológico.
Sin embargo, la vegetación no podría sobrevivir por sí misma en un lugar tan árido, de modo que requiere de continuos cuidados humanos. Un ejército de horticultores que se dedican exclusivamente a proteger esta franja verde. Los protectores de estas plantas se ocupan sobre todo de mantener operativo el sistema de riego por goteo que permite a la vegetación continuar por vida. Así pues, como astronautas tratando de terraformar Marte, esta plantilla de trabajadores chinos debe vivir aislada a la vera de la autopista, con la única compañía de otro trabajador como él. Cada pareja de soporte de la infraestructura vive en una pequeña casa construida en la carretera.
Cada 4 kilómetros hay una de estas casas, que alojan también a otras parejas de trabajadores. Cada pareja se ocupa de su tramo de autopista como el tendero lo hace del tramo de calle que queda delante de su tienda, que barre y friega para que luzca lustrosa. La distancia entre cada pareja de horticultores, aunque escasa, no permite el contacto entre las casas, así que el tiempo de estancia en estas condiciones de aislamiento es corto: un máximo de dos años.
24 meses viviendo en mitad de la nada, haciendo esfuerzos diarios por evitar que la escasa vida vegetal que depende de ellos sobreviva en mitad del desierto. Su único recuerdo de que no están solos, de que algún día podrán regresar a casa, es el paso eventual, raudo y veloz, de un camión lleno de petróleo, rugiendo como un demonio. Un escenario que sólo tendría cierta coherencia en un episodio de la serie La dimensión desconocida que hablara de una suerte de carretera que cruza el espacio exterior, uniendo diferentes planetas.
Desde 2003, se han plantado ya 2 millones de plantas por año, además de haberse construido cientos de pozos (1 cada 2 kilómetros) para surtir de más agua a la vegetación, a fin de aumentar las franjas verdes hasta alcanzar los 70 metros de anchura y más de 400 kilómetros de longitud. La única estación de servicio en toda la carretera se llama PetroChina, de modo que no es buena idea ponerse en camino sin una buena reserva de combustible. Un mundo austero cruzado por una línea de civilización custodiada por hileras de arbustos y chopos. Una eterna lucha entre la vida y la muerte.
En cierto manera, la autopista de Tarim recuerda bastante a algunas carreteras que discurren por el desértico interior de Australia, lo que se denomina outback (aunque sin el handicap de las dunas de arena devoradoras de asfalto). Carreteras interminables, con tramos totalmente rectos de decenas o cientos de kilómetros, en los que sólo circula ocasionalmente algún que otro vehículo rociando de arenisca y polvo rojizo la cuneta. Líneas rectas de asfalto que tiemblan a la vista producto de las oleadas de calor, perdiéndose en el horizonte en un trémulo y evanescente punto. Los viajes en coche por estos caminos desolados son tan monótonos que cruzarse con alguna gasolinera o cualquier otra cosa que rompa la linealidad del paisaje constituye todo un acontecimiento. Y ya no digamos si os cruzáis con otro vehículo en dirección contraria. Bill Bryson describe la experiencia como nadie en su libro de viajes sobre Australia En las antípodas:
Nunca había estado en un espacio tan vacío e ilimitado. (…) En una ocasión vimos un coche que venía de cara, cuyo conductor estaba sin duda sedado por la monotonía, que se salía de la carretera e iba dando bandazos durante un trecho dejando atrás una estela de polvo. Al acercarse a nosotros –advertido probablemente por la bocina de Allan– el conductor se despertó sobresaltado y giró el volante por reflejo para recuperar su posición en la carretera, pero lo hizo demasiado bruscamente y en consecuencia fue a parar a nuestro carril, lo que resultó pavoroso. Era absurdo: en una zona de indescriptible desolación, las dos únicas piezas en movimiento estaban a punto de chocar de forma brutal. Pasó un instante lleno por ambas partes de bocinazos, estremecimientos y bruscos y tensos virajes. Fue un momento rarísimo en que el tiempo se paró y pude ver perfectamente a nuestro involuntario asaltante, atrapado como en una fotografía indiscreta, mirándonos con una mezcla de desconcierto y disculpa.