A veces, da la impresión de que hemos olvidado lo que era vivir sin la penicilina. Sin vacunas de ningún tipo. También parece que hemos olvidado que no hace mucho el 15 % de las mujeres moría en el parto.
Que, hasta hace poco, se creía que determinadas plantas pueden curar eficazmente el cáncer (aunque en algunos países como en la India todavía lo creen). O que los jueves no son días propicios para dar inicio a ningún proyecto nuevo. O que en el dedo gordo del pie hay una serie de puntos específicamente dotados de la capacidad de controlar el sistema digestivo.
A veces, da la impresión de que hemos olvidado que todos nosotros registramos los fenómenos del mundo a través del cerebro, y por tanto son muchos los filtros que enturbian la verdad con lo que nosotros creemos que es verdad: parafraseando a Francis Bacon en Novum Organum
Así pues, parece que hemos olvidado que hace apenas un tres o cuatro siglos, cuando no disponíamos de una herramienta que va más allá de nuestras primeras impresión sensibles y somete a falsación cualquier afirmación, todos nosotros (incluidas las personas más inteligentes del planeta) eran víctimas de los mismos sesgos.
Víctimas del sesgo que impone nuestros genes y la evolución, limitan nuestra capacidad de penetración en la realidad porque no hemos evolucionado para entender toda la realidad sino lo suficiente como para continuar sobreviviendo y reproduciéndonos. El sesgo del troquelado psicológico y social, pues nuestro entorno también influye en cómo interpretamos los fenómenos. E incluso el sesgo del lenguaje, porque no resulta fácil transformar pensamientos en expresiones verbales.
Parece que nos hemos olvidado, pues, de que por primera vez en millones de años disponemos de una herramienta para no solo saber cómo funcionan las cosas (hasta un grado mucho más profundo), sino también para evaluar cómo sabemos que sabemos dichas cosas, y que si no puede averiguarse dicha conexión entonces el conocimiento no resulta fiable.
A veces se nos olvida todo eso y tropezamos en la fascinación que producen las culturas lejanas y exóticas, las que parecen más conectadas con la naturaleza. A veces, esa fascinación deriva en que terminemos consumiendo sus remedios, todos esos remedios que usábamos hace mil o dos mil años y que no eran sometidos a los rigores de las herramientas contemporáneas.
A veces, hasta al más pintado, se le olvida que hay conocimientos de primera y conocimientos de segunda, y dicha distinción reside exclusivamente en la forma en que se ha obtenido el conocimiento, no en el conocimiento en sí (porque conociendo la forma en que se ha obtenido y sabiendo si ha cumplidos determinadas reglas o puede ser re-evaluado continuament resulta más fiable).
A veces se nos olvida todo eso. Incluso que no podemos fiarnos de las personas, ni tampoco de los científicos, y mucho menos de iluminados, gentes que se designan como genios y narradores de verdades sagradas. Solo podemos fiarnos de la herramienta anteriormente mencionada. Sin ella, volveríamos todos atrás. A esa época de padecimientos, desorientación y oscuridad en la que hemos existido la mayor parte de la historia y que parece que hemos olvidado, tal y como nos recuerda con algunas pinceladas Matt Ridley en El optimista racional:
El índice de mortalidad de la guerra típico de muchas sociedades cazadoras-recolectoras (0,5% de la población al año) equivaldría a dos mil millones de personas muertas en el siglo XX (en lugar de cien millones) (...) El infanticidio era un recurso común en tiempos difíciles. Las enfermedades estaban también siempre cerca: la gangrena, el tétanos y muchos tipos de parásitos habrían sido grandes asesinos. ¿Mencioné ya la esclavitud? Era común en el noroeste del Pacífico. ¿El maltrato de esposas? Rutina en Tierra del Fuego. ¿La falta de jabón, agua caliente, pan, libros, películas, metal, papel, tela? Cuando conozcan a una de esas personas que llegan al extremo de afirmar que preferirían haber vivido en una edad antigua, supuestamente más placentera, sólo recuérdenles las instalaciones sanitarias del Pleistoceno, las opciones de transporte de los emperadores romanos o los piojos de Versalles.
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