La visión mayoritaria dentro de la escuela atea es que la existencia de dios no se puede demostrar ni refutar, y que por consiguiente la postura teísta cae por su propio peso, puesto que sus defensores deben afirmar que saben más de lo que puede saber nadie (no solo sobre la existencia de un creador, sino sobre lo que piensa del sexo, la alimentación, la guerra y otros temas).
Quizás en un exceso de atrevimiento, Victor Stenger plantea el argumento de que ahora ya sabemos lo suficiente para desechar por completo la hipótesis de dios:
Sin embargo, la ciencia sabe mucho más de lo que cree la mayoría de la gente. Por mucho que se hable de “revoluciones científicas” y “cambios de paradigma”, las leyes básicas de la física siguen siendo esencialmente las mismas que en la época de Newton. Se han ampliado y revisado, por supuesto, sobre todo con las aportaciones del siglo XX sobre la relatividad y la mecánica cuántica, pero cualquier conocedor de la física moderna deberá reconocer que algunas bases, especialmente los grandes principios de conservación de la energía y el momento, no han cambiado en cuatrocientos años. Los principios de conservación y las leyes del movimiento de Newton siguen presentes en la relatividad y la mecánica cuántica. La ley de la gravedad de Newton todavía se usa para calcular las órbitas de las naves espaciales.
La conservación de la energía, y otras leyes básicas, rigen hasta en las más remotas galaxias que se han observado, así como en el fondo cósmico de microondas, de lo cual parece deducirse que han sido válidas durante más de treinta mil millones de años. No cabe duda de que sería razonable calificar de milagro cualquier observación de su incumplimiento durante el insignificante período de existencia del ser humano.
(…)
Si Dios existe, seguro que tiene la capacidad de repetir milagros, si así lo desea. Los hechos repetibles, sin embargo, dan más información, que tarde o temprano puede conducir a una descripción natural, mientras que un hecho misterioso y no repetido lo más probable es que siga siendo un misterio. Concedámosle a la hipótesis de Dios todo el beneficio la duda, y dejemos abierta la posibilidad de un origen milagroso para hechos inexplicables y coincidencias improbables, examinando uno por uno cualquier de esos acontecimientos. Si no se observa ninguno, ni siquiera con la definición más holgada de milagro, quedará fuertemente respaldada la hipótesis de que no existe un Dios que provoque hechos milagrosos.
Cualquier ateo o escéptico que se ponga a debatir con un creyente, tardará poco tiempo en descubrir que muchos de ellos, por no decir todos, escogen a la carta de un menú de posibles afirmaciones. Ello tiene su raíz en la “fe en la fe”, y que la gente prefiere reivindicar una fe vaga a ninguna, como sugiere aquí Sigmund Freud:
Los filósofos estiran el significado de las palabras hasta que apenas queda algo de su sentido original; llamando “Dios” a una vaga abstracción creada por y para sí mismos, se hacen pasar por deístas y creyentes ante el mundo; a veces hasta se enorgullecen de haber llegado a una idea más elevada y pura de Dios, a pesar de que su Dios es solo una sombra insustancial, no el poderoso personaje de la doctrina religiosa.
Y por último, un texto con cierta chispa perteneciente a Penn Gillette, que junto al mago James Randi, es capaz de desacreditar a cualquier gurú que levite o doble cucharas, reescenificar cualquier milagro, dejar en evidencia cualquier caso de explotación cruel por parte de curanderos y abochornar a cualquier zahorí, astrólogo, echador de cartas o espiritista:
Yo creo que Dios no existe. Voy más allá del ateísmo. El ateísmo es no creer en Dios. No creer en Dios es fácil; como no se puede demostrar una negación, no hace falta hacer nada. No se puede demostrar que no haya un elefante en un maletero de mi coche. ¿Seguro? ¿Y ahora? Tal vez se escondiera… Mira otra vez. ¿Ya te he dicho que mi definición personal y sentida de la palabra “elefante” abarca el misterio, el orden, la bondad, el amor y las ruedas de recambio?
Total, que cualquier que aprecie la verdad en sí debe empezar sin creer en Dios, y a partir de ahí, buscar pruebas de Dios. Tiene que buscar alguna prueba objetiva de un poder sobrenatural. Toda la gente a la que escribo e-mails demasiado a menudo se ha quedado atascada en esta fase de búsqueda. La parte del ateísmo es fácil.
En cambio, esto del “Yo creo en” parece que exija algo más personal, un salto de fe que ayude a hacerse una idea global de la vida, y a tener reglas a las que ajustarse. Por eso digo: “Este es mi credo: creo que Dios no existe.
Es un paso que, una vez dado, informa todos los momentos de mi vida. Yo no soy codicioso. Tengo amor, cielos azules, arco iris y felicitaciones Hallmarck. Seguro que basta. Seguro, pero es todo lo que hay en el mundo, y a mí todo lo que hay en el mudno me basta y sobra. Parece como de mala educación suplicarle algo más a lo invisible. El amor de la familia que me crió, y el de la familia que estoy criando yo, me bastan para no necesitar un paraíso. A mí me tocó el gordo en la lotería genética, y cada día me trae nuevas alegrías.
Creer que Dios no existe significa que en el fondo la única manera de que me perdonen es siendo bondadosos y desmemoriados. Mejor, porque así tengo ganas de ser más atento. Debo intentar tratar bien a la gente a la primera.