Siguiendo la estela de que solo usamos el 10 % de nuestro cerebro, en la cultura popular ha arraigado con fuerza lo de que el alma pesa 21 gramos (hasta hay una película de Alejandro González Iñárritu titulada 21 gramos precisamente por esa razón).
Pero ¿cuánto hay de cierto en esa afirmación?
En primer lugar, dar por válido un aserto como ése implicaría muchas cosas. La primera es que el alma existe. Y ésa es una afirmación ciertamente extraordinaria, del tipo Dios existe, los extraterrestres existen, los duendes existen o mi amigo Juan es capaz de volar como Supermán. Y ya sabéis: cualquier afirmación extraordinaria precisa de pruebas igualmente extraordinarias para ser respaldada; nada de pruebas de tres al cuarto (tipo experimentos cutres de un investigador aislado, testimonios de personas o cosas así) sino una maraña de demostraciones que no solo nos revelen que la afirmación es veraz sino (sobre todo) la razón de que es veraz y cómo podemos encajarla en todo el conocimiento consensuado que ya atesoramos.
A ese respecto, ¿qué clase de pruebas tenemos sobre el peso del alma? Pues unos experimentos de principios del siglo XX del físico estadounidense Duncan MacDougall, dedicados a transportar a enfermos que estaban a punto de morir a una balanza de tamaño industrial para pesarles antes y después de su muerte. Concretamente, cuatro enfermos por tuberculosis, uno por diabetes y otro por causas desconocidas.
Las notas de laboratorio de MacDougall de una de las sesiones ofrecen una gráfica descripción de las dificultades que implicaba la tarea, tal y como las transcribe Richard Wiseman en su reciente libro ¿Esto es paranormal?:
El paciente… fue perdiendo peso poco a poco a un ritmo de 28,35 gramos por hora debido a la evaporación de la humedad a través de la respiración y la evaporación del sudor. Durante las tres horas y cuarenta minutos que duró el proceso mantuve el final del astil de la balanza un poco por encima del punto de equilibrio y cerca de la barra limitante superior para que la prueba fuera más concluyente en caso de que se produjera la muerte. Transcurridas tres horas con cuarenta minutos, el paciente expiró y, de golpe y coincidiendo con la muerte, el final de astil bajó y golpeó de forma audible la barra limitante inferior y permaneció allí sin rebotar. La pérdida de peso se estableció en 21,26 gramos.
En un estudio posterior, Macdougall también empleó perros moribundos en balanzas, descubriendo que su muerte no implicaba ninguna pérdida de peso, ergo los animales no tenían alma.
Los resultados de Macdougall fueron publicados en el New York Times de 1907, generando mucha aceptación del público (nos pirramos por los resultados que confirman nuestros prejuicios o ideas preconcebidas), y así se quedó, cristalizando en el acervo popular hasta nuestros días. Y todo eso, a pesar de que afirmar lo que MacDougall afirma tras sus experimentos es dar un salto metodológico imperdonable en el método científico (que se rige por la cautela máxima), y, por supuesto, viola también un principio de lógica conocido como post hoc, ergo propter hoc, es decir, literalmente: “Después de esto, luego a causa de esto”. Por ejemplo, un jugador de poquér se pone sus zapatos favoritos o no se afeita, y ese día gana la partida, de lo cual deduce que la ha ganado porque se ha puesto sus zapatos o no se ha afeitado, y volverá a repetir ese ritual para invocar de nuevo la buena suerte.
En otras palabras: ¿Por qué creer que es el alma lo que perdemos al morir y no, por ejemplo, que son los duendes quienes nos roban el aliento, o los extraterrestes de otra dimensión los que se llevan una copia de nosotros que pesa justamente eso… o cualquier otra suposición basada en la pura fantasía?
Por si esto fuera poco, el físico Augustus P. Clarke ya destripó el artículo de MacDougall en su día, aportando hipótesis más sólidas a ese decremento del peso del muerto, tal y como explica Richard Wiseman:
Clarke señaló que en el momento de la muerte se produce un repentino incremento de la temperatura corporal debido a que los pulmones dejan de enfriar la sangre y que el consecuente incremento de la sudoración podría explicar fácilmente los 21 gramos de menos de MacDougall. Clarke también apuntó que los perros carecen de glándulas sudoríparas (de ahí el incesante jadeo) y por eso no es de extrañar que su peso no sufriera ningún cambio súbito al morir. En consecuencia, los resultados de MacDougall fueron relegados al montón de curiosidades científicas consideradas “casi con toda seguridad falsas”.