La alegoría de la caverna de Platón es una sencilla alegoría de intenciones pedagógico-filosóficas que, sin embargo, siempre me ha resultado muy eficaz para platear cierta ceguera muy poco intuitiva: no tanto la ceguera del ignorante, sino del que se cree iluminado de sabiduría eterna, indiscutible y no criticable.
Según esta alegoría, cualquiera de nosotros puede vivir muy confortablemente en la caverna oscura, observando las sombras de la realidad que proceden del exterior, y con eso tiene más que suficiente. Sin embargo, en cuanto te liberas de las cadenas que te obligan a contemplar la pared del fondo de la cueva, y giras la vista hacia la entrada, el fulgor te atrapa como si fueras un mosquito frente a una luz ultravioleta. Y, entonces, quieres saber más.
Una vez atisbas la luz del exterior, necesitas abandonar la confortable cueva, a pesar de que el exterior anuncia incertidumbre, para contemplar qué hay ahí fuera. Como si fueras Truman Burbank al final de El show de Truman, tras la conversación con Dios. Te da igual morirte, porque asumes que ni siquiera estabas vivo.
Abandonar la cueva es también peligroso en el sentido de que tus ojos se han acostumbrado a la penumbra. Y, de repente, infinitos fotones lo cubren todo. Tanta luminosidad puede incluso producir una ceguera más acentuada que la penumbra. Frente a tanta luz, mucha gente acaba loca. Otros siguen andando tan ciegos como antes. Y algunos incluso propician la ceguera de la luz, se quedan embobados mirando fijamente el sol, como conejos mesmeriados frente a unos faros de un coche.
Un antiguo profesor de Filosofía, especializado en epistemología, no contó en una ocasión que dar demasiadas vueltas a todos estos asuntos te condena a vivir sufriendo. Que hay que saber desconectar. Él lo hacía yéndose a jugar una partida al billar con los amigos, mientras fumaba un puro gordo como un pulgar. Desde entonces, yo escogí una analogía para tal período de descanso: ponerse unas gafas negras, ahumadas, unas gafas de Sol que te permita retornar parcialmente a tu cueva oscura, cuando eras un niño ignorante. Demasiado sol te ciega, así que de vez en cuando hay que protegerse de él, sin verse obligado a retroceder epistemológicamente a la cueva. Las gafas de Platón fueron mi solución para ello, sobre todo en una época, la adolescencia, en la que la mente tiende a dar más vueltas de lo habitual a las cosas.
Ciencia e ignorancia
La ciencia, en cierto modo, también se conduce con la prudencia que confieren unas gafas de Platón. En vez de quedarse embobado mirando la gran bombilla, la gran idea, la gran creencia, la luz que todo lo aclara hasta que elimina los matices y los claroscuros, prefiere apartar la vista de vez en cuando para enfilar la luz desde otro ángulo, o se calza unas gafas con protección para rayos UV. Porque entiende que el conocimiento no se obtiene de golpe, que el fulgor de determinadas evidencias o inducciones puede cegar el verdadero conocimiento. Que uno siempre suele equivocarse y es necesario permitir la crítica (porque la autocrítica nunca será lo suficientemente agresiva).
La humanidad ha abandonado la cueva tenebrosa del oscurantismo, la superstición, la superchería, el miedo. Sin embargo, los que lamentablemente no han recibido suficiente adiestramiento científico y espistemológico, no sólo andan por ahí sin gafas a mano, como conejos cruzando la carretera, sino que se quedan con la vista fija en lo que ya creen que es la verdad pura y sin fisuras.
Como ese grupo peregrinos católicos que, en el año 2009, en Irlanda, observaron fijamente el sol con la esperanza de tener una visión de la Virgen María. Los “contempladores de sol” por motivos espirituales. O los que practican “respiracionismo” o cualquier otra variante tipo “fotosíntesis” que, a pesar de no ser plantas (o Supermán), creen que la luz solar proporciona tantos nutrientes que no necesitan ya comer. Son gente que mira el sol, que están bañados por su luz, lejos de la cueva, pero que está delgadísima y ciega. Sobre todo ciega. Casi tan ciega como en la época medieval en la que todos nos hacinábamos en la tenebrosa cueva.
Son gente que ya cree saber la verdad sobre todo. Si les dices que no hay ensayos clínicos serios que hayan sugerido que la homeopatía funciona más allá del placebo (y que de haberlos deberíamos revisar doscientos años de avances en la Física y la Química, porque algo no encajaría, otorgándole el Nobel a quien demostrara algo así), entonces, los bañados en la luz, dicen “pues a mí me funciona”, o “yo creo que…”, como si supieran más que todos los que acabamos de salir de la cueva, y aún necesitamos gafas y otros adminículos para evitar tanto fulgor, tanta ceguera, tanta prepotencia y tantísima ignorancia.
El resto ahí seguimos, recién salidos de la oscuridad, acostumbrándonos a los distintos matices de la luz, añorando cierta ignorancia, gestionando la luz con diversos filtros e instrumentos diseñados por investigadores en los últimos siglos, desde que Francis Bacon dijo algo así como oye, ¿qué os parece si empezamos a ser humildes, como si todo lo que hubiéramos pensado antes solo hubiesen sido los delirios de un ciego, y comenzamos desde cero?.
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