Mucho se ha comentado en posts anteriores sobre la conveniencia de profesar una fe, incluso de la idea de que todos, esencialmente, tenemos fe en algo: unos en la ciencia, otros en Dios, otros en el hombre, y así.
El problema de esta clase de confrontaciones es que sus protagonistas acostumbran a confundir y mezclar conceptos, consciente o inconscientemente, que acaban por generar en el ambiente una sensación de que “todo vale”, tú respeta mi posición y yo respetaré la tuya, todos somos iguales, epistemológicamente huérfanos, buscadores de respuestas o consuelos.
A veces llego a asumir que quizá los teóricos en memética tengan razón, y que la religión o la fe en cosas no probadas o incompatibles con lo ya conocido están originadas por una suerte de virus mental difícil de erradicar: lo que llaman un memeplejo.
No voy aquí a esclarecer las confusiones típicas en esta clase de polémicas, pues para ello existen estupendos libros que lo hacen mucho mejor que yo. Romper el hechizo de Daniel Dennett es de los últimos que han aparecido en el mercado. Lo que sí voy a intentar hacer es aclarar lo que significa tener fe, y por qué esa fe se puede dividir en “racional” e irracional”. Y más aún: que la “fe irracional” es profundamente inmoral y peligrosa, tanto para el que la profesa como para todos los demás.
A la gente no le gusta admitir que no sabe. Cuando alguien se enfrenta a un fenómeno desconocido o aparentemente sobrenatural, por ejemplo que ha adivinado el día que morirá un ser querido, prefiere generar una hipótesis basada en mitos y leyendas antes que admitir que ignora el mecanismo por el que se ha producido.
Para ilustrar este defecto, hace años, cuando tenía que participar en alguna discusión sobre fenómenos paranormales o la existencia de Dios, siempre recurría al mismo ejemplo: El conocimiento y el saber no se producen por la mera observación subjetiva y personal; es decir, que si ahora mismo se abriera el cielo y Dios o Alejandro Magno apareciera rodeado de rayos de energía increpándome por mi falta de fe o por cualquier otro asunto, yo podría sufrir toda clase de terrores, angustias, inseguridades y demás… pero una vez calmado, trataría huir de todas esas sensaciones y aplicaría la razón: no sé qué ha ocurrido, y es improbable que haya ocurrido lo que ha ocurrido. Quizá ha sido una mala interpretación de los hechos, quizá estaba bajo los efectos de alguna sustancia enteógena diluida en mi bebida, quizá haya sido víctima de una alucinación. En todo caso, NO SE. Porque SABER implicaba admitir que cientos de años de conocimientos acumulados en realidad eran una pérdida de tiempo.
Podría ser que Dios o Alejandro Magno realmente me hubieran visitado, sí, pero necesitaba alguna otra prueba más antes de admitir el fenómeno como cierto... al menos tantas pruebas como las exigidas a todos los conocimientos científicos acumulados a lo largo de siglos.
La mayoría de gente, sin embargo, no precisa de ninguna prueba suplementaria. Es más, la mayoría de gente ni siquiera necesita pasar por un fenómeno como éste. Basta con que alguien les haya contado un fenómeno similar o “sentir” que es así, y entonces desaparecen sus dudas y tienen FE.
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