Vamos a verter un buen puñado de ideas controvertidas (no pretende este artículo ser la última palabra) para que seáis vosotros, en los comentarios, quienes maticéis, critiquéis, corrijáis o ilustréis acerca de las mismas.
Para averiguar cómo funciona el mundo de forma objetiva (o lo más objetivamente posible, sin demasiada carga de opinión o ideología) de poco sirven las artes o la filosofía, como tampoco sirven demasiado las creencias religiosas o la introspección. Porque la indagación racional, por sí sola, no tiene forma de concebir su propio proceso. Nuestro cerebro funciona muy mal a la hora de registrar la realidad tal y como es, y la mayoría de sus procesos incluso pasan desapercibidos por la mente consciente.
Como dijo Darwin, el cerebro es una ciudadela que no puede tomarse mediante un asalto directo.
O tal y como explica Edward O. Wilson en su libro La conquista social de la Tierra:
Pensar sobre el pensamiento es el proceso nuclear de las artes creativas, pero nos dice muy poco acerca de cómo pensamos de la manera en que lo hacemos, y mucho menos de por qué se originaron las artes creativas, para empezar. La consciencia, al haber evolucionado a lo largo de millones de años de lucha a vida o muerte, y además debido a dicha lucha, no estaba diseñada para el examen evolucionado a lo largo de millones de años de lucha a vida o muerte, y además debido a dicha lucha, no estaba diseñada para el examen de sí misma. Estaba diseñada para la supervivencia y la reproducción. (…) Las delicadas distorsiones de la mente pueden ser transmitidas por las artes creativas en detalles magníficos, pero están construidas como si la naturaleza humana no hubiera tenido nunca una historia evolutiva. Sus potentes metáforas no nos han acercado más a la resolución del enigma que los dramas y la literatura de la antigua Grecia.
En otras palabras, tanto las artes como la filosofía, así como otras actividades de reflexión subjetiva, si no andan a rebufo de los descubrimientos de la ciencia (uno o dos pasos por detrás, como mínimo), entonces sólo pueden concebirse como más o menos afortunadas fantasías o conjeturas que, ya sea por casualidad o porque inducen una posterior investigación científica, a veces aciertan.
Por ejemplo, las ideas desarrolladas por Arthur C. Clarke alrededor del tema de los ascensores orbitales probablemente ha abonado la imaginación de los científicos. Las autobiografías de personas desfavorecidas pudieran haber promovido la investigación biológica de qué nos une como especie. Las distopías sobre clonación, dilemas morales que comprometen el progreso de la genética.
Los científicos, explorando los perímetros de la ciudadela, buscan brechas potenciales en sus muros. Al haber conseguido penetrar en ella con la tecnología diseñada para este fin, ahora leen los códigos y resiguen las rutas de miles de millones de neuronas. En una generación, es probable que hayamos avanzado lo suficiente para explicar la base física de la consciencia.
En papel de las humanidades, entonces, será el de adoptar dichos conocimientos, imbricándolos de tal modo que surjan nuevas disciplinas humanísticas que todavía no existen. A dichas disciplinas sólo tendrán acceso expertos en áreas tan alejadas entre sí en apariencia como lo son la historia y la genética. Entonces, y sólo entonces, las artes creativas y la filosofía empezarán a ser verdaderamente útiles para el progreso del conocimiento. Un estupendo libro que profundiza en esta idea es Consilience, también de Edward O. Wilson.
El resto, pura especulación que nace y muere en las limitadas hechuras de un cráneo humano que aloja un cerebro prehistórico lleno de parches evolutivos.
Naturalmente, esta transformación será lenta y penosa, pues millones de personas se negarán a aceptar que llevan décadas pensando por pensar o que apenas conocen nada sobre cómo funciona el mundo o cómo opera su cerebro.
A pesar de su noble objetivo y de su noble historia, la filosofía pura abandonó hace mucho tiempo las cuestiones fundamentales acerca de la existencia humana. El interrogante mismo es un destructor de reputaciones. Se ha convertido en una Gorgona para los filósofos, a cuya faz incluso los mejores pensadores temen mirar. Tienen buenas razones para su aversión. La mayor parte de la historia de la filosofía consiste en modelos de la mente que han fracasado. El campo del discurso está sembrado con las ruinas de teorías de la consciencia. Después de la caída del positivismo lógico a mediados del siglo XX, y del intento de dicho movimiento de fusionar la ciencia y la lógica en un sistema cerrado, los filósofos profesionales se dispersaron en una diáspora intelectual. Emigraron a las disciplinas más tratables que la ciencia todavía no había colonizado: la historia intelectual, la semántica, la lógica, la matemática fundacional, la ética, la teología y, de manera más lucrativa, los problemas de ajuste de la vida personal. (…) Lo que ciencia promete, y en parte ya ha proporcionado, es lo que sigue. Existe un único relato creacionista real de la humanidad, y no es un mito. Se está descubriendo y se está comprobando, se enriquece y se refuerza, paso a paso.
Las artes, la filosofía, la reflexión personal sobrevivirán, por supuesto, y las millones de personas que se dedican a cultivarlas podrán seguir haciéndolo sin problemas. Lo único que cambiará de forma radical es que, de una forma más generalizada, se estimara que su trabajo es un fascinante entretenimiento (aunque de ello se deriven contribuciones cognitivas de tal gimnasia mental, como ya lo hacen los sudokus, el autodefinido o la charla de bar).
Todavía tienen mucho terreno en el que solazarse: todas las lagunas de ignorancia que aún persisten. Lagunas que se irán haciendo cada vez más pequeñas a través del sistemático esclarecimiento científico, porque, sí, La verdad existe: ¿qué es una revisión sistemática?
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