Si consigues alejarte unos millones de kilómetros de la Tierra, hasta que solo es un punto azul pálido rodeado de millones de galaxias, tomas perspectiva, y te preguntas: ¿por qué la gente otorga tantísima importancia a ideas y costumbres cuando solo son menudencias en un universo incomprensible?
¿Para qué tanta defensa de creencias y costumbres si en unos años estaremos muertos? ¿Para qué tanto miedo y reverencia si al final nuestro sol se convertirá en una gigante naranja y engullirá la Tierra?
El poco tiempo que tenemos aquí, resulta al menos entretenido o esclarecedor el buscar, explorar y someter a crítica lo que consideramos falso o insuficientemente fundado a fin de evitar el sufrimiento o, en el mejor de los casos, acercarnos a la belleza de la verdad, esa verdad siempre inalcanzable.
Somos polvo en mitad de polvo haciéndonos preguntas insignificantes y aproximándonos pesarosamente a determinadas parcelas de la verdad (básicamente localizando patrones o modelos que nos permiten predecir lo que pasará, y saber por qué pasa lo que pasa o pasó lo que pasó), y, sin embargo, nos golpeamos el pecho y nos ofendemos a la mínima cada vez que alguien cuestiona o ridiculiza nuestro, por definición, sistema de creencias cuestionable y ridículo.
No importa lo que creamos, siempre pensamos que es mejor creencia que la ajena, y más importante: que esas creencias nos definen y su destitución afecta a nuestra reputación de tipos sagaces, así que las defendemos con encono, nos autoengañamos si alguien descubre el pastel y nos aferramos finalmente a ellas no ya como verdades dogmáticas e indiscutibles, sino también como pavimento donde sostener todo lo que somos.
Sin embargo, la única forma de explorar es moverse, dejar el pavimento que nos sostiene, hallar nuevos descubrimientos, soportar la crítica y el ludibrio de quienes no piensan como nosotros, y hacerlo con deportividad y la mente abierta. La única forma de explorar y descubrir pasa por vaciar las alforjas lo máximo posible, soltar lastre para no parecer un fanático atrapado en sus cuatro muros quebradizos y sofocantes impuestos por la cultura religiosa, moral o laica vigente.
Quien se lanza a explorar debe estar preparado para cambiar su punto de vista de las cosas, su punto de vista sobre su importancia relativa en el mundo y, ante todo, debe estar dispuesto a cambiar y progresar, asimilar y matizar, todo lo que cree, todo lo que opina, todo lo que siente. De lo contrario, el que explora no se está moviendo del sitio o transporta consigo su pequeña atmósfera de ideas, siempre manteniéndose aparte de todo lo demás, como una pieza de museo expuesta en un viril.
Quien está dispuesto a explorar no considera que sus cuatro verdades sobre el mundo constituyen la verdad absoluta, de lo contrario acabará siempre desconfiando de otros puntos de vista y ofendiéndose a la mínima, obligando a todos los que se crucen en su camino a que se la cojan con papel de fumar. Todo por miedo y rabia a aceptar que solo es un simple explorador rodeado de cosas que ignora.
Todo porque ha asociado su Yo a esas cuatro verdades, en vez de asumir que su Yo debe estar siempre evolucionando en función de lo que descubre en su exploración, y en consecuencia solo se adhiere temporalmente a unas y otras ideas. Y por tanto las ideas no le definen como explorador y tampoco como individuo, sino el continuo trasiego de las mismas, su movimiento exploratorio, sus evoluciones e involuciones, sus epifanías o seppukus, siempre en movimiento, como nubes en un cielo turbulento. Eso es el Yo, movimiento. Lo contrario es parálisis, muerte cerebral.
Quien está dispuesto a explorar debe asumir que quizá se encontrará con una tribu pintoresca que viste con taparrabos y lleva a cabo costumbres ridículas, ofreciendo explicaciones a fenómenos naturales que, de todo punto, son erróneas, producto de su imaginación o de su necesidad de llenar sus huecos de ignorancia con mitos y explicaciones reconfortantes. Entonces tú dirás la tuya, exhibirás lo que sabes, encenderás tu mechero para demostrar que puedes hacer fuego.
No importa si la tribu te erige como su nuevo Dios, o si estalla en carcajadas ante tus ideas, totalmente ridículas en comparación con su sistema de creencias. Eso es lo de menos. Lo importante, lo verdaderamente importante, es que el explorador sabe que frente a esa tribu con taparrabos quizá se está mirando en un espejo.
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