A rebufo de los comentarios que ha generado la noticia acerca del tuit presuntamente blasfemo u ofensivo que Neil DeGrasse-Tyson escribió a propósito del día de nacimiento de Newton, me gustaría escribir algunas consideraciones y, al final, contar una historia sobre otras presuntas blasfemias escritas a través de Twitter.
Determinar que un escrito resulta ofensivo es un asunto peliagudo porque no siempre sabemos si el ánimo del autor es ofensivo o sencillamente estamos poniendo de manifiesto la finura de nuestra piel. El hecho de que sea más la intención y no el escrito en sentido estricto lo que debe ser relevante a la hora de catalogar una ofensa se entiende fácilmente con este ejemplo: yo puedo llamar Einstein a alguien muy inteligente o a un discapacitado intelectual. En función del contexto (e incluso de la inflexión en la voz) puede existir aquí una alabanza o un sarcasmo.
¿Cómo saber si estamos ante una cosa o la otra? Sentirnos ofendidos no es un buen medidor en tanto en cuanto nos podemos sentir ofendidos porque estamos muy predispuestos a hacerlo, porque arrastramos otras ofensas que nos han puesto en guardia o porque hemos malinterpretado las palabras de nuestro interlocutor.
De modo que la mejor forma de saber si nos han ofendido es que nuestro ofensor nos advierta, antes, durante o después, de que en efecto nos está intentando ofender o insultar. En muchas ocasiones no es necesario advertirlo, porque si cerramos los puños y graznamos “eres un hijo de puta” probablemente nuestro interlocutor no albergará ninguna duda de que el ánimo es claramente ofensivo.
Sin embargo, las personas inteligentes han desarrollado un modo de ofensa inspirado en la ironía que no se expone claramente a ser interpretado como una ofensa directa. De este modo se puede escamotear la censura (como bien sabía el cineasta Luis García Berlanga y sus películas, como El Verdugo, que las mentes más sencillas interpretaron como una apología o un retrato de la pena de muerte cuando en realidad era una crítica mordaz). Pero también se puede jugar al “quien se pica, ajos come”. Es decir, se puede tantear la ofensa, comprobar cómo reacciona el otro y, en cualquier caso, retirarse con un “no pretendía ser una ofensa”.
Este juego maquiavélico está regulado por sutiles interacciones sociales y sirve tanto para engrasarlas como para conocer el alcance de nuestros amigos y adversarios. Yo, por ejemplo, tiro mucho del sarcasmo y de la ironía, y si mis interlocutores saltan a la mínima sencillamente retiro mis intenciones y marco una cruz: no juntarme más con esta gente. A mi modo de ver, saber encajar con humor o deportividad una ironía y hasta un sarcasmo (o cosas disfrazadas de otras cosas) es una muestra de inteligencia y de no tomarse demasiado en serio ni a uno mismo ni mucho menos a sus creencias y convicciones (todas ellas, por definición, falibles y, espero, cambiantes con el tiempo).
Dicho lo cual, ignoro si Neil DeGrasse Tyson está siendo irónico, sarcástico, blasfemo o sencillamente trataba de hacernos recordar a personajes reales e importantes que suelen pasar desapercibidos entre tanta celebración de mitos. Y está en su derecho de hacer esto último si el tipo es un científico y le gustaría vivir en un mundo más científico.
Y como considero que jamás sabremos la verdadera intención del autor de ese tuit, y tampoco en qué circunstancias lo estaba escribiendo, pues creo que la postura más razonable es no darle más vueltas, y mucho menos ponernos en lo peor: que el autor nos tiene ojeriza y aspira a hundir y ridiculizar nuestras creencias. Porque, en tal caso, ¿qué más daría? Creer en algo que no admite discusión debería proporcionar la más elevada seguridad posible. Cuando yo expongo una de mis ideas, aunque no lo parezca siempre, lo hago con miedo de estar diciendo una estupidez (quizá este mismo texto lo sea). Tengo miedo de que me dejen en ridículo las personas que me escuchan con una observación obvia que me había pasado desapercibida. Pero, también, ando a la zaga tomando buena nota de lo que me dicen para hacerlo mejor la próxima vez. Por el contrario, quien se sabe en la verdad, una verdad indiscutible, dogmática, eterna y, además, sobrenatural, debería sentirse tan superior a los pobres ignorantes que esgrimen sus ideas científicas y sus insultos de parvulario que ni debería temblarle el pulso.
Intento empatizar de la siguiente manera: yo creo que sí hemos ido a la Luna. Quienes me dicen que no ha sido así jamás han generado en mí malestar, ni odio ni desasosiego, ni necesidad de que cerrarles el pico. Y hay miles de tuits que reflejan esa y otras ideas que considero falsas y/o estúpidas. Si me pusiera muy sensible, quizá hasta me ofendería que una persona escribiera en twitter que no hemos ido a la Luna: ¿cómo le permiten escribir a un tipo tan mal informado? ¿Por qué no deja de contaminar de banalidades un medio de comunicación? Pero no siento eso (o al menos intento no sentirlo). Lo que siento es indiferencia (me aburre discutir de temas que parecen tan obvios), y, si acaso, opto por descargar cualquier tipo de energía negativa generada por el tuit replicando con ironía o con un dato que deje en evidencia el tuit. Pero si lo hago será generalmente por mera deportividad, por jugar un rato. En ningún momento se me acelerará el pulso.
Y ahora la historia: en febrero de 2012, un columnista de un periódico saudita llamado Hamza Kashgari publicó una conversación imaginaria con el profeta Mahoma en su Twitter. En uno de los tuits escribió: “He amado aspectos de ti, he odiado otros, y no he podido comprender muchos más.” Muchas personas tildaron de blasfemas tales palabras. A pesar de que antes de que transcurrieran seis horas, Kashgari lo borró todo, recibió miles de respuestas iracundas y amenazas de muerte. Se creó la página de Facebook “El pueblo saudita exige la ejecución de Hamaza Kashgari”. El columnista, aterrado, huyó a Malasia, pero fue deportado tres días después, acusado de blasfemia, un delito capital. A pesar de sus disculpas, el gobierno Saudita se negó a liberarlo.
Y no, no es una anécdota de un país lejano, si se confirman a los autores de la triste noticia con la que hoy nos levantábamos: Al menos once muertos en un tiroteo en la sede de Charlie Hebdo, el semanario francés que publicó las caricaturas de Mahoma.
Creo que un signo importante en una sociedad madura es alejarnos, cada vez más, de situaciones como la anteriormente descrita. Que cada uno diga lo que quiera (siempre que no se escriban calumnias, y eso debe dirimirlo un juez). Llevar a cabo ese dicho de que no ofende quien quiere, sino quien puede. Y, sobre todo, tomárselo todo con un poco de humor y sosiego. Total, en cien años todos calvos.
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