Ésta es la gran paradoja de las ciencias sociales: que son más difíciles pero parecen más fáciles que la física o la química. Como dice Edward O. Wilson, esta familiaridad confiere comodidad, y la comodidad engendra descuido y error.
La mayoría de personas cree saber cómo piensa, también como piensan los demás, e incluso cómo evolucionan las instituciones. Pero se equivocan. Su conocimiento se basa en la psicología popular o casera, la comprensión de la naturaleza humana mediante el sentido común (que Einstein definía como todo lo que se ha aprendido hasta los dieciocho años), atravesada por conceptos erróneos y sólo algo más avanzados que las ideas que emplearon ya los filósofos griegos.
Hasta los teóricos sociales avanzados enfocan sus estudios de esta forma, mediante la intuición o la intuición de los que le precedieron, pero ignorando soberanamente, casi con orgullo, los hallazgos de la psicología científica y de la biología.
Ésta es parte de la razón, por ejemplo, por la que los científicos sociales sobrestimaron la fuerza del régimen comunista y subestimaron la fuerza de la hostilidad étnica.
Y es que muchos científicos sociales, sobre todo antropólogos y sociólogos culturales que identifican cada cultura como una entidad única, han llegado incluso a adoptar la posición postmodernista extrema de que la ciencia sólo es otra manera de pensar, una respetable subcultura intelectual en compañía de muchas otras.
Las ciencias sociales todavía no han urdido una red de explicación causal que corte con éxito a través de los niveles de organización que van desde la sociedad a la mente y al cerebro. Por ello carecen de lo que puede llamarse una verdadera teoría científica.
La principal razón es que incluye poco esfuerzo para explicar los fenómenos mediante redes de causación que recorran niveles adyacentes de organización. El análisis es lateral, no vertical.