No recuerdo la fecha concreta de mi descubrimiento sobre la importancia de la ciencia. Supongo que fue un descubrimiento gradual, sobre todo a raíz de aquellos debates que veía de pequeño en la televisión: cuando hablaba el científico invitado (generalmente en un debate de pseudociencias, y generalmente Manuel Toharia o Gonzalo Puente Ojea), sentía que sus argumentos parecían más razonables y sólidos, a pesar de que siempre se presentaban con la indicación de que no podíamos afirmar nada sin pruebas.
También imagino que influyó la serie de divulgación para televisión Cosmos, de Carl Sagan. Y, sin duda, su libro El mundo y sus demonios.
Mi trayectoria académica, hasta los 17 años, era esencialmente “de letras”, como suele decirse. Y, aunque en casa siempre había leído revistas como Muy Interesante, consideraba la ciencia más bien como algo anecdótico. Pero, a partir de entonces, mi cerebro hizo clic: ya no se trataba de acumular conocimientos sino de empezar a contemplar lo que me rodeaba desde otra perspectiva. Como si llevara gafas de sol. Mejor dicho: como si me las hubiera quitado para ver más claro.
Los restos de magia, misticismo y sofistería que aún pudieran sobrevivir en mí cabeza fueron sustituidos entonces por una subrayada objetivación, una desmitificación encomillada y una desvaloralización marcada con fluorescente amarillo. Y todo ello sazonado por la duda y la incertidumbre, el convencimiento de que en realidad era un ignorante, que sólo disponía de diferentes grados de certeza sobre las cosas pero nunca la verdad o la falsedad sobre algo... aunque, irónicamente, podía aproximarme más a la verdad, si me lo proponía, que cualquier otro pensador que hubiera nacido antes que yo, creando mi propio undécimo Mandamiento.
Ver más claro también te permite entender aquello que, a priori, la Naturaleza no considera necesario que entendamos. Nuestro cerebro está calibrado para evaluar si un animal acecha entre la maleza o si nuestro alimento se encuentra en mal estado, sin embargo resulta poco apropiado para comprender las conclusiones que plantea la mecánica cuántica. Nuestro cerebro vive aún en la edad de piedra. Así pues, alguien podría afirmar: si hemos sido construidos para experimentar el dolor que nos provoca tocar el fuego y no para reparar en que la materia sólida que nos rodea está compuesta casi enteramente por espacio vacío, si hemos sido construidos para advertir cuando amanece y no para contemplar el tamaño y la temperatura del Sol, ¿será necesario saberlo?
Si creemos que no, caemos en el error de que la Naturaleza es sabia. Entonces, ¡viva el cáncer! ¡Viva la elevada mortalidad infantil! ¡Vivan las catástrofes naturales! Pensar de esta manera es como afirmar que no es necesario volar, crear vacunas, aprender a leer o descubrir cómo funciona la electricidad porque no hemos sido construidos con alas, con inmunidad total a las enfermedades, con los libros en la cabeza o con un enchufe en la nariz. El progreso de la humanidad se ha producido gracias a nuestros cinco sentidos, pero esos sentidos han sido perfilados mediante la herramienta más objetiva e infalible que jamás haya conocido el ser humano.
Los cambios que provoca la evolución en nosotros (disminución del pelo, posición bípeda, mayor capacidad cerebral) son demasiado lentos para mantenerse en la frenética rueda de la Historia. Los descubrimientos nos abruman, es más difícil adaptarse al descubrimiento contraintuitivo de que en un vaso de agua hay millones de moléculas que al gradual cambio climático del planeta. Si mencionar que la Naturaleza nos transforma a su conveniencia (básicamente por motivos de viabilidad reproductiva) y la ciencia, por el contrario, nos permite ver, oír, sentir, paladear, oler y vivir todo lo que nosotros pretendamos, independientemente de que nuestro objetivo sea tener descendencia.
El servicio que nos brinda la ciencia es, aparte de su utilidad intrínseca, ayudarnos a comprender por qué hemos despertado y dónde lo hemos hecho; antes de que durmamos para siempre.
Entiendo que la mayoría la considere fría y árida, carente de romanticismo y poesía; desolada, arrogante, nihilista. Y lo entiendo porque es justo lo que parece la ciencia hasta que se tiene un conocimiento profundo sobre ella. Basta entonces echar un vistazo a nuestro alrededor para comprobar que hasta los medios de comunicación o las películas ofrecen reflejos continuos de ese temor/imcomprensión.
La mayoría de gente recuerda su infancia con nostalgia, añoran la candidez de aquellos primeros años de vida, la ausencia de problemas; pero, ante todo, sienten un gran vacío, dejado por la magia, los compañeros imaginarios, los Reyes Magos, el osito de peluche que les acompañaba por las noches. La gente no desea sustituir esa pérdida porque no sabe con qué sustituirla. Sin embargo, la ciencia también borraba al fin esa morriña del País de Nunca Jamás. Si la gente se educara científicamente, es probable que descubriera la curiosidad, la fascinación y la magia perdida, pero en un sentido más amplio y adulto.
Parafraseando a Richard Dawkins en su indispensable Destejiendo el arco iris, la gente descubriría que es mucho más gratificante vivir en un mundo donde no existen los ogros ni las brujas, ni los monstruos de armario; dónde el trapo que guarda tu osito de peluche en las entrañas ha sido sustituido por un cerebro que piensa; donde existen millones de planetas y galaxias; donde los regalos que recibes proceden de alguien que te quiere (o quiere cumplir con los mandatos del convencionalismo social) y no de unos seres fantásticos que jamás has visto y que se olvidan de ti cuando realmente tienes un problema o cuando tu padre agoniza por una enfermedad incurable; donde eres capaz de ver los hilos que te manipulan y cortarlos con unas tijeras de verdad y no con unas de juguete; donde existe la incertidumbre y la duda y puedes investigarla, experimentar la satisfactoria sensación de la búsqueda; donde los fenómenos naturales nos revelan aspectos más sorprendentes que cualquier fértil imaginación pueda concebir; dónde existe la posibilidad de comprender qué sentido tiene nacer; donde puedes aguardar ilusionado algún descubrimiento trascendental para el devenir de la humanidad, como si todo está determinado, si existe vida extraterrestre, si podría haber un número entero no descubierto entre el seis y el siete, si se alcanzará la temperatura teórica más baja (-273,15 grados), si se conseguirá la inmortalidad, si se logrará predecir el futuro o si se diseñará un sistema de votación completamente justo y racional.
Un mundo, en definitiva, donde nuestro cerebro, anclado en la Edad de Piedra, sea capaz de viajar hacia el futuro a la velocidad de la luz.
Recuerdo el clic o la sucesión de clics que me llevaron a descubrir la importancia de la ciencia, allá en mi adolescencia. Fue como si, en una conversación, tu interlocutor te indicara algún sonido concreto en la barahunda que te rodea en una cafetería, por ejemplo el ruido de las sillas al arrastrarse contra el suelo. Entonces prestas atención y te das cuenta de que cientos de esos ruidos ocurren cada minuto fundiéndose con el resto de sonidos, pasando inadvertidos para ti; y te sobrecoge la sensación de captar aspectos de la realidad que antes habías ignorado.
Entonces puedes decidir volver a seguir charlando con tu interlocutor y, definitiva o momentáneamente, dejar de atender a esos ruidos que nadie capta. Pero puedes decir no hacerlo, definitiva o momentáneamente. Sin ciencia, no habría posibilidad de elección.