¿Qué es Hacemos dos preguntas a los más influyentes bloggers de ciencia?
Nombre: Sergio Parra.
Blog: Genciencia.
¿Qué libro cambió tu forma de pensar y en qué sentido lo hizo?
Como es difícil escoger uno, me decantaré por el primero que lo hizo de algún modo: El mundo y sus demonios de Carl Sagan. Yo siempre me había considerado una persona más bien escéptica, pero tras la lectura de este ensayo, conseguí organizar todos mis pensamientos y darles más cohesión. Descubrí por qué el peso de la prueba debe recaer en quien afirma un hecho, por qué la fe es peligrosa y hasta inmoral, por qué la gente cree los testimonios y se niega a asumir que no sabe qué ha ocurrido realmente, cuáles son los mecanismos psicológicos que intervienen a la hora de aceptar un hecho como cierto, etc.
A partir de aquel instante, mi visión del mundo y de mi existencia se transformó drásticamente, se sucedieron profundos reajustes en mi forma de pensar y de plantearme mi importancia en el universo. Era como si, en una conversación, tu interlocutor te indicara algún sonido concreto en la barahúnda que te rodea en una cafetería: por ejemplo el ruido de las sillas al arrastrarse contra el suelo. Entonces prestas atención y te das cuenta de que cientos de esos ruidos ocurren cada minuto fundiéndose con el resto de sonidos, pasando inadvertidos para ti; y te sobrecoge la sensación de captar aspectos de la realidad que antes habías ignorado.
Yo no sólo empecé a escuchar nuevos ruidos, también los contemplé, los saboreé, los toqué y los olfateé. Los restos de magia, misticismo y sofistería que aún pudieran sobrevivir en mi cabeza fueron sustituidos por una subrayada objetivación, una desmitificación encomillada y una desvaloralización marcada con fluorescente amarillo. Y todo ello sazonado por la duda y la incertidumbre, el convencimiento de que en realidad era un ignorante, que sólo disponía de diferentes grados de certeza sobre las cosas pero nunca la verdad o la falsedad sobre algo… porque es más lógico vivir sin saber que disponer de respuestas posiblemente falsas.
¿Cuál es la receta para cambiar el mundo?
En principio, apostaría por la educación, pero la educación suele trocarse en adoctrinamiento cuando ésta se encuentra en manos de unos pocos. Así pues, la mejor receta para cambiar el mundo pasaría por una libre circulación de ideas junto a una serie de herramientas neutrales que sirvieran para detectar qué ideas son directamente desechables y cuáles deben estar sujetas a discusión.
A mi juicio, esas herramientas deberían emplear un sistema parecido al que usa el método científico: huir de la verdad absoluta, someter continuamente a análisis cualquier afirmación (si uno encuentra una falla, entonces esa afirmación se descarta), que la información pueda ser impugnada por cualquiera, que esas informaciones se distribuyan libremente sin que intercedan fronteras o sistemas políticos, etc.
De todo ese totum revolutum, en el que todos participarían activamente, surgiría una inteligencia emergente similar a las que se manifiesta en las colonias de hormigas, en las que nadie es autor de una idea sino que la idea se fragua en una cacofonía de voces ligeramente jerarquizada según el grado de conocimiento demostrado en la materia.
Desde un plano menos utópico, la principal y urgente medida que debería tomarse es la de aumentar significativamente el nivel de conocimientos científicos de la sociedad. Cada vez más, todos los ámbitos del conocimiento están dejando participar a una ciencia que avanza a pasos de gigante. En breve, materias tan alejadas de las ciencias duras como la historia, la moral o los sentimientos darán un giro copernicano de 180 grados gracias a los avances en genética, neurociencia o computación.
Simultáneamente, se impone una revolución en los conocimientos generales que se imparten en los centros educativos. De acuerdo, es importante que sepamos resolver ecuaciones de segundo grado, que memoricemos los elementos de la tabla periódica o que sepamos recitar la declinación de un verbo en latín antiguo. Pero tan o más importante es que aprendamos a aprender (y a desaprender), que sepamos qué derechos tenemos como ciudadanos, cómo enfrentarnos a todas las junglas burocráticas, cómo aplicar las matemáticas a nuestros problemas cotidianos, cómo gestionar nuestra economía, cómo tratar con los bancos o pagar nuestros impuestos y por qué, por qué debemos votar, qué partidos políticos existen y en qué consiste el programa de cada uno de ellos, punto por punto (y que nadie pueda votar sin antes superar un test de conocimientos básicos sobre ese programa), cómo hacer la declaración de la renta y, aunque sea un poco oscuro al principio, algunas nociones de epistemología.
¿Por qué conocemos mejor la arquitectura de la catedral de Burgos que la de los edificios que hoy en día puedo adquirir como vivienda: sus peligros, engaños, su letra pequeña? ¿Por qué conozco la pintura de Miguel Ángel y sin embargo no tenemos mucha idea de cómo pintar nuestras habitaciones, cómo los colores afectarán a nuestro rendimiento académico o si el pintor de brocha gorda que hemos contratado nos está estafando? ¿Por qué nos someten a un test de inteligencia pero no nos instruyen para emplearla; o mejor aun, estimulan nuestra curiosidad y robustecen nuestro sentido crítico? ¿Por qué da la sensación de que las afirmaciones de los libros son verdades incontrovertibles y, a la contra, no se nos advierte que todo ese conocimiento es potencialmente rebatible, inspirándonos para pensar por nosotros mismos y así construir un edificio argumentativo con nuestra firma?
Esto último debería articularse también como una especie de undécimo Mandamiento. Aprenderás, dudarás de todo, sobre todo de quienes dicen saber la verdad, y también dudarás de ti mismo y del resto de los diez Mandamientos. Y si alguien dice que lo que crees es falso o es peligroso, desearás con toda tu alma que te expliquen la razón, para no desperdiciar ni un minuto más en ello.
A pesar de que existen muchas leyes que pudieran parecernos más relevantes para el ser humano, por su relación con los derechos fundamentales, la libertad o la igualdad, lo cierto es que todas ellas emanan de una mucho menos llamativa y escasamente defendida, sobre todo en estos tiempos: el derecho al acceso a la cultura. Un derecho que debe estar por encima de cualquier otro, por supuesto también por encima de los modelos de negocio basados en una preservación neurótica y mercantilista de los derechos de autor.
En ese sentido, el artículo 31.2 de la Ley de Propiedad Intelectual me parece ejemplar, porque otorga el derecho a la copia privada (sin ánimo de lucro) y de este modo facilita enormemente el acceso a la cultura.
Un acceso a la cultura sin trabas de ningún tipo (y el precio de una obra cultural en un mundo en el que la difusión de ideas tiene un coste próximo a cero es una traba considerable) forma a ciudadanos libres y responsables, informados y abiertos de mente. Y a partir de esa situación, la democracia podrá ser aún más justa, capaz de articular ideas políticas más elaboradas y sujetas a discusión. Por esa razón y no otra se prohíbe la inclusión en el fondo bibliográfico de la biblioteca de Pyonyang obras como 1984 de Orwell o El castillo de Kafka.
Tal vez una concepción menos restrictiva de la propiedad intelectual desalentaría costosas investigaciones privadas. Pero, ante esa idea, me viene a la cabeza la frase del oncólogo brasileño Drauzio Varella:
En el mundo actual, se está invirtiendo cinco veces más en medicamentos para la virilidad masculina y silicona para mujeres, que en la cura del Alzheimer. De aquí a algunos años, tendremos viejas de tetas grandes y viejos con pene duro, pero ninguno de ellos se acordará para que sirven.
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