Uno de los asuntos más intrincados de la filosofía de la ciencia es determinar qué significa que un cosa es verdad y otra es mentira, así como explicar cómo se establecen los métodos que las comunidades concretas usan para alcanzar el tipo de proposiciones verdaderas en las que aspiran a estar de acuerdo.
Un lío, ya lo sé. Pero profundizar en esta vertiente de la filosofía de la ciencia es necesario para no confundir churras con merinas. Por ejemplo, ¿cómo vamos a afirmar que los dragones rosas no existen si ni siquiera hemos acordado qué significa “existir”?
En suma, esta clase de sutilezas epistemológicas podrían parecer una caricatura, un pasatiempo de bar, del tipo “si nadie oye el ruido de un árbol cayendo en el bosque, ¿el ruido se ha producido?” y cosas así. Sin embargo, el debate sobre el realismo y en antirrealismo es muy procedente en el progreso de la ciencia. Probablemente sea el elemento más importante del progreso del conocimiento. Y todavía no nos hemos puesto de acuerdo con ello.
A grandes rasgos, los realistas (o realistas externos, para ser más precisos) piensan que el mundo existe independientemente de nuestras percepciones y de nuestros pensamientos sobre él y, de igual forma, que podemos conocer el mundo de manera fiable. Los antirrealistas, por el contrario, ponen en duda estas dos proposiciones.
Este debate, ya de por sí complejo, se ha enrarecido de un tiempo a estar parte por culpa de los expertos en humanidades o ciencias sociales, que tienden peligrosamente hacia el posmodernismo: es decir, y resumiéndolo, que la realidad es una construcción social, mental, subjetiva. Que todo vale. Que la verdad no existe. Etcétera. Un debate que alcanzó su máxima expresión hace unos años, en el llamado affaire Sokal, cuando el físico Alan Sokal denunció la oscuridad y la ambigüedad de las ciencias sociales publicando un artículo en una prestigiosa revista sobre ciencia social precisamente escrito con oscuridad y ambigüedad, así como incongruencias manifiestas y errores científicos. Podéis leer más sobre ello en [Libros que nos inspiran] ‘Imposturas intelectuales’, de Alan Sokal y Jean Bricmont.
La tendencia de los científicos de disciplinas, digamos, duras, a desprestigiar a los científicos de disciplinas blandas, sobre todo del mundo de las humanidades, no ha hecho más que crecer, desde que ya en 1959 C. P. Snow pronunciara su célebre conferencia sobre “Las dos culturas”. Peter Medawar, por ejemplo, advirtió en Science and Literature que “podía citar pruebas de los comienzos de una campaña de difamación contra las virtudes de la claridad“. Y Richard Dawkins, en una reseña precisamente de Imposturas intelectuales para la revista Nature, animaba a la gente a usar el Generador del Posmodernismo, un software que genera disparates aleatorios y sintácticamente correctos, para enviar sus creaciones al comité editorial de la revista en la que fue publicado el artículo pretendidamente oscuro de Sokal.
Por su parte, autores como Jacques Derrida no ha dejado nunca de despacharse peyorativamente contra Sokal. También ha sido criticado Dawkins. Paul Bruckner, en el Independent, insistía en que Imposturas intelectuales, la obra de Sokal, demostraba una total incomprensión de las bondades de la cultura francesa, que depende de la interpretación y el estilo, y la cultura anglosajona, que depende exclusivamente de los hechos y la información.
Jonathan Rée sostiene, por su parte, que esta guerra entre las dos formas de adquirir conocimiento en realidad se basa en un malentendido y no en auténticas discrepancias acerca del estatus del conocimiento. En una entrevista que concede a Julian Baggini en el libro ¿En qué piensan los filósofos? podemos leer:
En mi opinión, cabe defender la idea muy sólida del progreso científico sin suponer que está predeterminada como la mejor forma de conocimiento. Así pues, yo sostengo que la ciencia del siglo XXI podría progresar de muchas formas, y que ninguna de ellas sería la única manera posible de progresar. (…) Por supuesto, esto no equivale a decir que no haya ciertas creencias que son completamente falsas.
Aquí Rée, sin embargo, se enreda en su propio argumento: si los criterios de verdad se constituyen dentro del discurso, ¿qué nos permite primar algunos de estos criterios para poder decir que algunas creencias son completamente falsas?
Dejando a un lado estos pequeños matices, John Searle, experto en filosofía de la mente, analiza lo que se llama “infradeterminación de las teorías por los datos”:
dada cierta cantidad de datos, existen teorías alternativas e incompatibles, que resultan compatibles con todos los datos. Así pues, dados los datos, ningún algoritmo nos dirá cuál es la teoría correcta. Simplemente usamos los datos como un modo de comprobar nuestra teoría, pero los datos no determinan la teoría, pues podemos tener diferencias teorías compatibles con todos los datos.
En definitiva, ¿qué opinión tenéis vosotros?
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