Dudo que os sorprenda mucho al decir que la imagen que las películas suelen dar de los científicos es, por lo general, bastante incorrecta. No son personas asociales (bueno, algunos sí, como en todos los colectivos) con peinados alborotados y batas blancas que viven encerrados y aislados en un laboratorio toda su vida, con la única compañía de un ayudante bonachón pero básicamente inútil.
Y aunque trabajan muy duro, como la mayoría de profesiones, no suelen ser personas que rijan todas y cada una de sus actividades cotidianas por una lógica aplastante incompatible con las costumbres socialmente aceptadas. Estos son tópicos que van muy bien para las películas de ciencia ficción, y permiten crear comedias de situación muy divertidas, pero que no se ajustan en nada a la realidad.
Quizá hace doscientos años una persona aislada, sin contactos con la comunidad científica, era capaz de llegar a producir avances notables. Pero eso era cuando la ciencia estaba en pañales, lo que hacía relativamente sencillo ponerse al día. Además, los experimentos, se podían hacer en casa de uno. Con mucha maña e ingenio, eso sí.
Pero ahora, todo esto es diferente. La ciencia tiene un bagaje de más de trescientos años que uno tiene que estudiar, por lo menos someramente, si tiene intención de intentar dar el siguiente paso. Es imprescindible, de lo contrario estaríamos dando vueltas sobre ideas que ya fueron sometidas a la prueba experimental, y fracasaron.
Y lo que digo no es exagerado ni gratuito. Si frecuentáis foros de ciencia (en mi caso, el foro de física), estaréis acostumbrados a leer mensajes que empiezan por algo similar a «no soy científico ni tengo estudios, pero he estado pensando y tengo esta teoría que va a revolucionar la ciencia».
Después, al leerlos con cierta atención, aquellos que no resultan ser auténticas sandeces, la gran mayoría contradicen experimentos realizados y publicados décadas atrás. Precisamente, para que esto no ocurra los protocientíficos pasan unos años aprendiendo en una universidad, para ponerse al día de lo que ya hay e intentar ayudar a pasar el primer nivel. El camino se recorre dando nuevos pasos, no pisando sobre huellas que se dejaron hace muchos y muchos años.
Con lo dicho, ya tenemos la primera gran misión de la comunidad científica: formar a sus futuros miembros, para que algún día estén en condiciones de llegar a ayudar a dar el siguiente paso. Por eso, excepto los más selectos, la práctica totalidad de investigadores científicos del mundo dedican parte de su jornada a impartir clases para estudiantes de carrera o postgrado.
Pero la cosa, obviamente, no acaba aquí. Por mucho que haya conseguido el título, por si sólo uno tiene pocas probabilidades de éxito. En primer lugar, un sólo investigador difícilmente será capaz de desarrollar los experimentos que hoy en día son necesarios para progresar en ciencia. ¿Quién sería capaz de montar un acelerador de partículas de 27km de largo, o poner en órbita un satélite con materiales caseros?
En segundo lugar, con más de tres centurias de ciencia a nuestras espaldas, todo lo fácil ya hace tiempo que está resuelto.
Sí, los científicos suelen pasar muchas trabajando en su despacho o laboratorio horas dando forma a las ideas, ya sea en la mesa de experimentos o frente una libreta llena de cálculos, según la especialidad. Pero es el intercambio de ideas con otros científicos quien propicia que se lleguen a producir las buenas ideas.
Hoy en día, la ciencia es un trabajo de equipo. Y aunque tendemos a ser muy mitómanos y sólo recordamos los grandes nombres, ni siquiera los pioneros del científicamente glorioso siglo XX trabajaron aislados (ni siquiera desde una oficina de patentes).
Por último, y quizá lo más importante, por impecable que sea un trabajo, nunca representará un avance verdadero para la ciencia si no es compartido y aceptado por la comunidad científica. No son pocos los casos en que se descubren notas de algún gran genio con descubrimientos muy por delante de su tiempo, pero que nunca compartieron y por lo tanto fueron olvidados.
Por estos tres motivos que he intentado resumir, y probablemente alguno más que habré obviado (torpe de mi), el avance científico requiere, ineludiblemente, la existencia de una comunidad que genere el caldo de cultivo necesario para hacerlo posible. Que después lo verifique, difunda y lo incorpore al conocimiento aceptado.
Esto ha sido así desde que la humanidad dio a luz a la ciencia. El progreso científico va ligado al a comunicación. Tanto para ser creado, como para ser divulgado. No sé si alguna vez habéis asistido a una conferencia de algún historiador científico, una especie de monstruo híbrido que habita a medio camino de la facultad de historia y la de física. Es difícil que transcurran más de cinco minutos sin que se hable de una carta que tal personaje histórico envió a otro.
De hecho, esta imperiosa urgencia de comunicación ha propiciado algunos inventos que cambiaron el mundo. Recordad, por ejemplo, que el concepto de web fue inventado en el CERN, el Centro Europeo de Investigación Nuclear. Sin caer (demasiado) en la demagogia, podemos afirmar que si hoy en día usáis un navegador para leerme es gracias a la necesidad de comunicación entre científicos.
Pero, ¿qué es la comunidad científica? En el fondo, lo mismo que cualquier otra sociedad: personas. Hombres y mujeres que comparten un característica que los hace partícipes de un grupo. Pero en este caso, el hecho distintivo no es una región geográfica, una lengua o un color de piel. Es el deseo por buscar una respuesta con garantías de ser la verdad.
Como todas las agrupaciones de seres humanos, tiene sus ventajas e inconvenientes. Y es que, por muy científico que uno sea, es imposible escapar de la naturaleza humana.
Por definición, la comunidad científica aspira a ser puramente objetiva y justa. Valorar las ideas únicamente por su mérito intrínseco. No obstante, es innegable que el mismo artículo firmado por un miembro del instituto de estudios avanzados de Princeton recibirá bastante más atención que si fuera escrito por un miembro de la universidad del Congo (espero que exista…).
Además, pese a que debería guiarse únicamente por los méritos de cada nuevo trabajo, es innegable que se presta más atención a aquellos que, en el pasado, han publicado trabajos de gran calidad e importancia. En cierto sentido, es lógico que se escuche a los que han demostrado ser capaces.
Pero esto, llevado al extremo, da a lugar al argumento de autoridad, una aberración según el método científico. En cierto sentido, permite la aparición de tiranos científicos, adalides de la comunidad que imponen sus teorías por el simple hecho de tener un nombre que todo el mundo sabe.
El ejemplo paradigmanto de lo dicho fue Newton. No voy a ser yo quien dude de sus aportaciones, habría que ser estúpido para no reconocer que le debemos el hecho que la mecánica clásica sea una teoría científica, y sólo no una serie de filosofadas. Pero es justo decir que su absoluto dominio de la comunidad científica retrasó prácticamente un siglo el desarrollo de otros campos, como el electromagnetismo.
Quiero pensar que a medida que el método ha ido ganando su posición en la comprensión de la naturaleza, la comunidad se ha vuelto más impermeable a esto. Por supuesto, siguen habiendo líderes, personas de referencia. En el siglo XX tuvimos a Pauli, Dirac, Feynman,... Y el gran icono, Einstein; que pese a no estar muy a gusto con la teoría cuántica – una criatura que él mismo acunó en sus inicios -, no llegó a impedir su progreso.
Hoy tenemos a Edward Witten. Aunque odio la mitomanía, debo decir que las pocas veces que he tenido el honor de asistir a un congreso donde participa, siempre me ha impresionado la cantidad de años que lleva siendo el líder de facto de la comunidad científica en el campo de la física teórica por méritos propios, sin bloquear las aportaciones de otros. En la época de Isaac, ¿habría podido Juan Maldacena hacer lo que hizo?
Fotos | International de Physique Solvay (I) y (III), CERN (II)