Las presiones económicas y políticas de la guerra han generado grandes avances en la ciencia y la tecnología. Si bien la guerra no es deseable, algunos de sus efectos secundarios son indudablemente positivos para la humanidad: el radar, los cohetes, los motores a reacción, la cirugía plástica, los ordenadores… todo ello procede de forma directa de las exigencias de la Segunda Guerra Mundial.
La guerra, pues, fue el acicate que persuadió a tantos gobiernos a invertir cantidades enormes de dinero en el desarrollo de ciencia básica, sin levantar a su vez demasiadas objeciones públicas. La demanda social no era real, sino que existía una demanda focalizada por determinados intereses minoritarios, en este caso, ganar a los demás en una guerra.
Los científicos han hecho en general aquello por lo que se les ha pagado y se han apresurado tanto como fue posible para utilizar el tiempo y el dinero del que han dispuesto, para explorar los problemas de verdad interesantes (aunque con frecuencia por completo “inútiles”). Arquímedes nos proporciona un bello ejemplo de lo que se acaba de decir. Probablemente el intelecto más conocido de su tiempo, su fama se cimentaba en muchas invenciones tecnológicas que él había creado para sus dirigentes políticos. (…) Pero él mismo creyó que todas estas ingeniosas máquinas eran de un interés tan trivial que no dejó explicaciones escritas de ellas, a pesar del hecho de que garabateó de forma prolífica, escribiendo diez tratados matemáticos de geometría y de física que han sobrevivido y al menos otros seis trabajos perdidos de los que tenemos referencias por otras fuentes.
Además de la estrategia de usar fondos públicos para atajar problemas reales (y así, subsidiariamente, acometer investigaciones científicas consideradas inútiles o, como efecto secundario, obtener mayores conocimientos generales), esta dinámica también influye psicológicamente en el investigador de una forma bastante positiva.
Según argumenta Robin Dunbar, el dinero, por sí mismo, tampoco podría resolver los problemas situados en los límites de la ciencia. Porque faltaría otra cosa más: la curiosidad. La ciencia de este tipo necesita tiempo y mucha motivación, y la mayoría de investigadores carecen de uno o de los dos rasgos.
La mayoría de los científicos suelen aceptar desafíos si pueden, con ellos, dar respuestas a problemas inmediatos, eminentemente tecnológicos; sólo si tienen un interés intrínseco en los problemas de los que se trate.
Es todo una cuestión de psicología. La investigación científica es demasiado frustrante y aburrida la mayor parte del tiempo, como para mantener el interés de cualquiera que no se vea estimulado por una absoluta fascinación hacia un problema concreto.
Así pues, la financiación de la ciencia es azarosa, y en parte así debe ser: busca soluciones a problemas prácticos, estimulando intelectual y económicamente a los investigadores, y, por el camino, nos vamos aproximando a grandes y emocionantes descubrimientos.
Vía | El miedo a la ciencia de Robin Dunbar