En 1995, en el Journal of Archaelogical Science, los antropólogos Brian Crandall y Peter Stahl quisieron responder a una pregunta nada baladí: ¿qué le pasa a un mamífero pequeño cuando es comido por un Homo sapiens?
Para responder a esta pregunta tomaron a una musaraña macho, la trocearon y la evisceraron. La hirvieron durante solo dos minutos para que la carne no se separara del esqueleto. El humano que va a zamparse este plato, previamente, ha ingerido una ración de maíz y semillas de sésamo para originar en los futuros excrementos un indicador del inicio del experimento.
La musaraña debió ser ingerida sin masticar por el ser humano, para que los dientes no estropearan ni machacaran ninguno de los huesos del animal. Después se tomó otra ración de maíz y semillas de sésamo para indicar en las heces el final del experimento.
Transcurridos tres días, se recuperaron las heces del investigador y se disolvieron en agua caliente, tras lo cual se filtró todo por un tamiz. Se recuperaron así los huesos de la musaraña y se sumergieron en alcohol para conservarlos antes del examen microscópico. Tal y como explica Pierre Barthélémy en su libro Crónicas de ciencia improbable:
Al cabo de tres días, ya no salió ningún hueso del investigador y, sin embargo, faltaban muchos. Casi todos los dientes habían desaparecido, así como numerosos huesos del extremo de las patas. Tan solo había “sobrevivido” una vértebra de treinta y una. Como conclusión del estudio, los autores ya tienen respuesta a la pregunta: el entorno ácido del estómago humano desintegra los esqueletos de los animalitos tragados por las buenas. No obstante (…) se preguntaron cómo pudieron ser digeridos unos huesos bastante sólidos, como son los fémures, y sugieren que otros investigadores se interesen por la cuestión.
La razón de este esclarecimiento no es baladí: averiguando cómo quedan los huesos tras la digestión humano podemos determinar, en las excavaciones arqueológicas, si los huesos hallados fueron ingeridos o no por seres humanos.
Imagen | Dallas Krentzel
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