Alrededor de la mayoría de ideas que barajamos, cultos a los que rendimos pleitesía y pseudociencias en las que buscamos nuevas soluciones a nuestros problemas orbita la asunción de que somos importantes, que protagonizamos un relato más allá de nosotros mismos.
La triste realidad es que no es así: solo somos un puñado de elementos químicos en un rincón minúsculo de un vasto universo, para que el cual, por cierto, probablemente pasamos desapercibidos.
La mala suerte no es culpa de nadie
Habida cuenta de que creemos ser importantes, cuando experimentamos una mala racha o un infortunio tendemos a pensar en un culpable del mismo. La revolución científica, sin embargo, fue instilando poco a poco la idea de que el universo no tiene propósitos, y menos que nos conciernan.
Las cosas, tanto las buenas como las malas, no suceden por una razón lógica. Galileo, Newton y Laplace reemplazaron la intuición por una suerte de mecanismo de relojería, en que los sucesos son causados por las condiciones del presente, no por los objetivos para el futuro. Tal y como abunda en ello Steven Pinker en su reciente libro En defensa de la Ilustración:
Si se puede señalar a una persona como responsable de la desgracia, se la puede castigar o demandar por daños y perjucios. Si no cabe señalar a nadie en particular, puede culparse a la minoría étnica o religiosa más próxima, que puede ser linchada o masacrada en un pogromo. Si no se puede acusar a ningún mortal, cabe recurrir a la caza de brujas, que pueden morir quemadas o ahogadas. En su defecto, cabe señalar a dioses sádicos, que no pueden ser castigados, pero sí aplacados con plegarias y sacrificios. Y luego están las fuerzas incorpóreas como el karma, el destino, los mensajes espirituales, la justicia cósmica y otros grandes de la intuición de que "todo sucede por una razón".
Imagen | Anosmia
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