En estos días se están manteniendo acerbas discusiones a propósito de los límites del humor. Que si el límite está en si ofende a mucha gente. Que si el límite es la simple ofensa de una persona. Que si el humor solo debería ser blanco. Que debería bordear cuestiones peliagudas como la religión o la muerte. Etcétera.
Los chistes machistas también tienen su ración especial de crítica. Seas o no machista, para muchas personas los chistes machistas contribuyen al machismo. Como estar en contra de la pedofilia pero hacer chistes pedófilos.
No estoy muy convencido de esta clase de argumentos, porque no parece existir una conexión evidente entre el comportamiento más recto y moral con el tipo de ficción que se consume en televisión o en el cine. La violencia en todos los países del primer mundo no deja de descender, por ejemplo, y sin embargo se pueden consumir más películas violentas y gore que nunca.
Sin embargo, hay un estudio sobre chistes sexistas que sugiere que dichos chistes fomentan el estereotipo sexista. El estudio, dirigido por Thomas Ford, en la Universidad de California Occidental, se titula “More Than Just a Joke: The Prejudice-Releasing Function of Sexist Humor”, y fue publicado en 2008 en la revista Personality and Social Psychology Bulletin.
En el experimento se hizo leer a un grupo de hombres una serie de afirmaciones sobre las que debían de estar de acuerdo o no, como “Las mujeres buscan obtener poder controlando a los hombres”. Así se clasificó a estos hombres como sexistas o no y en qué nivel.
Después se sometió a algunos de los sujetos a chistes sexistas que se burlaban de las mujeres y también a chistes agresivos con otros colectivos, como los golfistas y los paracaidistas. Para establecer una comparación, otros sujetos leyeron historias sexistas y no sexistas exentas de humor. Tal y como explica Scott Weems en su libro Ja:
Para ver el efecto que los chistes y las historias sexistas tenían sobre las actitudes de los sujetos, Ford comentó la existencia del Consejo Nacional de Mujeres, una organización comprometida con el progreso social y político de las mujeres y con asuntos femeninos, y les pidió a todos los hombres que imaginaran que llevaban a cabo una donación a esa organización, hasta un máximo de 20 dólares. No tenían que comprometerse a dar ese dinero, solo imaginarse que lo donaban. La cantidad final que eligieron donar fue lo que Ford consideró como su medida dependiente.
Lo que ocurrió es que los chistes sexistas no parecían afectar al comportamiento, en el tema de donativos, al menos, de los hombres no machistas o poco machistas. Pero los hombres de elevado machismo sí que donaban menos dinero después de escuchar chistes sexistas. No así ocurrió con las historias sexistas exentas de humor o los chistes no sexistas, que no rebajaron las donaciones de los machistas.
Para confirmar sus hallazgos, Ford varió el diseño del experimento y preguntó a sus sujetos cuánto dinero debería recortar una universidad ficticia a las organizaciones estudiantes relacionadas con el movimiento de las mujeres. Los resultados fueron los mismos. Los sujetos más sexistas defendían los recortes más drásticos, pero solo después de leer los chistes sexistas.
Es difícil extrapolar estos estudios tan específicos en el mundo real, donde hay miles de influencias y variables incontrolables. De ser acertado, el humor sexista solo parecería influir en los ya machistas, no transformar a los no machistas en machistas. Y, en todo caso, tal vez las políticas eficaces no deberían tanto apostar por una suerte de neolengua o corrección política extrema, sino en una mayor educación y concienciación en la igualdad de sexos.
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