Hasta hace apenas un par de siglos, los niños no eran considerados personas, con todos sus derechos y deberes. En muchas ocasiones, los niños eran sólo un prototipo de ser humano. No importaba que sufrieran traumas, ni que trabajaran en vez de formarse. Incluso era frecuente que se emplearan para trabajos propios de esclavos: niños de incluso cinco años, durante el reinado de Enrique VIII, trabajaban en Gran Bretaña haciendo girar espetones cargados de carne de venado y de ternera, capones y patos, aunque ello les chamuscara la cara y les tiznara los pulmones.
Más tarde, las tornas cambiaron y, de repente, los niños se convirtieron en el objetivo primordial de nuestros deseos, ilusiones y esperanzas. La infancia debía ser intocada, prístina, sólo rodeada de estímulos positivos e intelectualmente ricos a fin de que el adulto por venir fuera el honor de la familia. Eso incluye una exigencia cultural y cognitiva inaudita en cualquier otro tiempo.
A los niños se les exige sacar buenas notas, pero también tocar un instrumento, practicar algún deporte, aprender idiomas y, además, disfrutar sobremanera leyendo a los clásicos de la literatura (aunque inculcar la lectura no sea solo cuestión de esfuerzo parental, pues los genes también tienen algo que decir)
Para obtener todo este cambio conductual en los niños, algunos usan la persuasión y las buenas palabras; otros prefieren la disciplina y repetir esa letanía de que se están perdiendo los valores. Pero ¿qué alternativa es más eficaz?
La letra con sangre no entra
Conseguir educar y maximizar los valores sociales y empáticos de un niño, si bien en parte vienen de serie, no es nada fácil. Tal y como señala Jeremy Rifkin en su libro La civilización empática:
Naturalmente, castigar a un niño por una transgresión social casi siempre tendrá un efecto contrario al deseado y hará que el niño acabe siendo menos empático. La mejor manera de desarrollar el potencial empático del niño es mediante el uso de la inducción, un método por el que los padres destacan el punto de vista del otro y dejan claro que la acción del niño le ha hecho sufrir […] La disciplina por inducción funciona en esta etapa porque el niño empieza a darse cuenta de que los demás tienen estados internos (emociones, deseos, pensamientos) que con frecuencia difieren de los suyos.
Con todo, el sentimiento de culpa que aparece tras poner a un niño en la posición de otro debe gestionarse con cuidado. Si se genera un exceso de culpa, es probable que el niño crezca sintiendo que, haga lo que haga, nunca podrá enmendar ningún daño ni restablecer los vínculos sociales.
Los padres adecuados hacen que el niño sepa que ha hecho algo mal, pero lo hacen afecto para que el niño también sepa que sigue siendo querido y respetado como persona. (…) Es igualmente importante que los padres hagan saber al niño que no lo quieren menos por su mala conducta. Nadie es perfecto. Lo mejor que podemos esperar unos de otros es que aprendamos de nuestras faltas y que en el futuro intentemos actuar mejor. Cuando un padre avergüenza a su hijo le comunica que no está a la altura de lo que espera de él y que no es digno de su respeto. El objetivo del acto disciplinario lo conforman las expectativas del padre, no la humanidad del niño.
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