Cuando uno amanece con imágenes de gente disfrazada tomando el Capitolio de Estados Unidos se pregunta cómo puede haber llegado a la conclusión un determinado grupo de personas de que eso sería bueno, estético, interesante o cualquier otro epíteto halagüeño.
La cuestión es que no les entendemos (ni ellos nos entienden) porque vivimos en burbujas cada vez más impermeables (tal vez alimentadas por los algoritmos de las redes sociales y el partidismo y la demagogia política). Bajo todo este problema reside nuestro mayor don, y también nuestro problema: que somos expertos copiadores de lo que nos rodea.
Memes y burbujas
La imitación está imbricada en los circuitos neurológicos de nuestro cerebro. Si nuestra conducta difiere de la conducta de la gente que nos rodea, entonces las neuronas emiten una señal de alarma: se activan regiones asociadas con el aprendizaje por refuerzo y las que modulan la recompensa. Según el neurólogo Vasily Klucharev, actuamos así porque percibimos que, yendo en grupo, obtendremos más beneficios. El gregarismo, pues, prospera gracias a sus ventajas evolutivas inherentes.
Todos nosotros nacemos con esta programación en el cerebro: imita a los demás para aumentar tus probabilidades de supervivencia. Por ello, nada más nacer, ya tendemos a imitar a quienes nos rodean, como se ha observado en bebés de pocos meses.
Aunque parezca una acción insignificante (y en algunos ámbitos incluso se considera indecorosa o ilegal) copiar a los demás es el sistema por el cual los seres humanos han progresado culturalmente a lo largo de la historia. Y además, como explicaré un poco más adelante, copiar no es tan fácil como parece: de hecho es tan difícil que sólo los seres humanos somos capaces de hacerlo con la precisión apropiada.
Cuando nacemos nos presentamos en un entorno generalmente hostil y lleno de imponderables que no conocemos de antemano. Por ejemplo, no sabemos que quizá hay determinado depredador que podría darnos caza si nos alejamos del pueblo. O que no es buena idea tocar un enchufe con las manos mojadas. O que hay que echarse a correr si hay un incendio. La única manera que tenemos de aprender todas estas reglas de supervivencia es mediante la instrucción.
Sin embargo, el tiempo necesario para recibir toda esa información no es precisamente corto. Hay tantos consejos y detalles que debemos aprender que, mientras lo hacemos, quizá seremos víctimas de la electricidad o de los dientes de un depredador. Así pues, hay que buscar un atajo hasta que hayamos averiguado los detalles. Ese atajo es la imitación.
Ello quedó reflejado en un experimento llevado a cabo por Jens Krause y John Dyer en la Universidad de Leeds, Reino Unido: el 5 % de los integrantes de una multitud son suficientes para influir sobre la dirección que tomará la multitud.
Otro experimento célebre al respecto fue realizado en 1968 por el psicólogo Stanley Milgram en una acera de Nueva York. Milgram se dedicó a observar el comportamiento de 1.424 peatones mientras andaban por un tramo de acera de quince metros de longitud. Previamente, Milgram había situado a colaboradores suyos en la acera que, siguiendo sus indicaciones, se detenían de repente y miraban hacia una ventana del sexto piso de un edificio próximo durante un minuto exactamente.
Lo importante de este experimento es que, en la ventana donde miraban los colaboradores de Milgram, no había nada excepcional, sólo estaba otro de los ayudantes de Milgram. ¿Qué pasó con los peatones de aquella acerca?
Tras revisar las grabaciones de video que había efectuado Milgram, se observó que algunos peatones se detenían también y miraban adonde miraban los ganchos o grupos de estímulo. Pero la gente que se paraba dependía también de la gente que ya se había parado: Milgran grabó lo que pasaba cuando uno de sus colaboradores se detenía a mirar la ventana, y también lo que pasaba cuando era más de un colaborador el que se detenía. Los efectos eran diferentes. Tal y como explica Nicholas Christakis en su libro Conectados:
Si el 4 por ciento de los viandantes se detenía cuando ese «grupo» estaba compuesto por una persona, hasta el 40 por ciento lo hacía cuando el grupo estaba compuesto por quince. (…) Más interesante que esta diferencia, sin embargo, es que el grupo de estímulo compuesto por cinco personas influyera casi tanto en el comportamiento de los viandantes como el grupo de quince. Es decir, en este escenario, los grupos compuestos por más de cinco personas casi no causaban ningún efecto nuevo en la conducta de los peatones.
Aunque también imitamos a los demás para forjar lazos más poderosos con ellos. Al vestir como ellos, al adquirir sus costumbres o sus maneras de hablar, de algún modo les estamos diciendo que somos como ellos, y que deberían dejarnos entrar en el grupo. Porque en grupo también aumentamos las probabilidades de sobrevivir. Al final, si imitamos a nuestros pares, se crean cámaras de eco, cada vez más aisladas, cada vez más diferentes de las otras cámaras de eco. Burbujas cada vez más separadas las unas unas de las otras.
Esta brecha de incomprensión puede propiciar que los demás nos acaben pareciendo extraños, tontos, caricaturas de personas. Unos se disfrazan, otros hacen demagogia, otros tienen mala fe... no importa lo que veamos: cada vez lo vamos a ver más. Cada vez se radicalizarán más las posturas, ya sea rodeando el Congreso, asaltando el Capitolio y haciendo arder las calles, ya sean afines al procés, a los Black Lives Matters o a los rednecks que toman la palabra de Trump como la Biblia.
Y si hay cualquier duda o fisura argumental, cualquier mínima disonancia cognitiva, entonces el odio al otro, el etnicismo, el racismo, la xenofobia, el clasismo y, en suma, la identidad de grupo, hará el resto. Porque todos, cada vez más, vivimos en burbujas:
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