Quizás la enfermedad mental más rara de la que he sabido se llama síndrome de Cotard, síndrome del zombi, delirio de negación o alucinación nihilista. La persona que padece este síndrome se cree que está muerta. A veces, piensan que son inmortales porque, como se creen que están muertos, no cambia nada si ponen en peligro su vida.
El primero en dar noticia de este síndrome fue un neurólogo francés llamado Jules Cotard. Era una mujer conocida como Mademoiselle X y que decía no tener cerebro, nervios, pecho ni entrañas: sólo piel y hueso. Pero no era el único caso.
Otro paciente con el mismo síndrome llamado Graham afirmaba que su cerebro había muerto o, en cualquier caso, no estaba. Decía a los médicos que no le dieran pastillas porque no tenía sentido. Había intentado suicidarse electrocutándose en la bañera. A Graham le hicieron una Tomografía por emisión de positrones (PET) y los resultados fueron que la actividad metabólica de las regiones frontal y parietal de su cerebro era tan baja que parecían las de una persona en estado vegetativo.
Esto plantea, al menos, dos cuestiones importantes. La primera: ¿existe alguna zona del cerebro que nos haga sentir que estamos vivos? Si es así, ¿cuál es? Porque si existe una enfermedad como la anterior, es que esa zona está fallando. Y la segunda: en caso de fallar una zona importante del cerebro, ¿puede considerarse que somos responsables de nuestros actos?
A los que padecen el síndrome de Cotard e intentan suicidarse los podemos etiquetar como enfermos y que necesitan tratamiento, pero si en lugar de atentar contra su propia vida atentaran contra la de los demás, ¿también los etiquetaríamos de enfermos o de potenciales asesinos que deberían estar en la cárcel?
Hay casos en que la cosa fue realmente así. En 1966 Charles Whitman, un ex marine que no había tenido ningún problema destacable, estudiante de ingeniería en la Universidad de Texas se subió a lo alto del último piso de la torre matando, de entrada, al vigilante con la culata de su rifle y posteriormente disparando indiscriminadamente hasta que lo abatieron. El resultado fueron 13 muertos y 32 heridos.
Posteriormente se descubrió que antes de ello, el mismo día, había matado también a su esposa y a su madre. Encontraron una nota suicida que decía:
No entiendo muy bien qué es lo que me obliga escribir esta carta. Quizás es para dejar alguna vaga razón por las acciones que recientemente he hecho. Realmente no me entiendo estos días. Se supone que debo ser un hombre razonable e inteligente. Sin embargo, últimamente (no puedo recordar cuándo comenzó) he sido víctima de muchos pensamientos inusuales e irracionales.
Terminaba pidiendo que se le hiciera una autopsia para determinar si algo andaba mal con su cerebro.
Y efectivamente, al hacerle la autopsia le detectaron un tumor prácticamente en el centro de su cabeza aplastando la amígdala, donde se procesan gran parte de nuestras emociones. Expertos de la "Comisión Connally" concluyeron que quizás tuvo un papel en sus acciones.
La pregunta que podemos hacernos es si en caso de haber quedado vivo hubiera merecido la cárcel o tratamiento médico. Y si llegamos más lejos, hay que decir también que la corteza pre frontal madura con el tiempo y que el cerebro de un adolescente no utiliza a plena capacidad la parte que se encarga de considerar los sentimientos de otras personas.
Por tanto, si un adolescente comete un crimen y se le captura 20 años después, ¿es lícito condenarlo como si lo hubiera cometido el día anterior?
Por supuesto, de ser nosotros la víctima de sus acciones siempre lo consideraríamos culpable, pero intentando ser racionales no es tan claro, ¿verdad?
Fuente | José Ramón Alonso, La nariz de Charles Darwin y otras historias de neurociencia.
Fuente | Newscientist
Foto cerebro | Gaetan Lee
Foto Charles Whitman | Universidad de Texas
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