En la anterior entrega de este artículo, empezábamos a introducir el concepto jurídico, en el sentido de articulación de leyes que regulen y penalicen comportamientos amorales. Y que tales leyes deben emabar de nuestro sentido moral. Pero no únicamente de nuestro instinto moral: se debe corregir el instinto, el pálpito, con datos, con argumentos científicos objetivos que eviten nuestros sesgos y errores de percepción.
Vamos ahora a profundizar en ello, y cómo eso también puede polarizar nuestro instinto y nuestras emociones asociadas a un acto execrable.
Las emociones son fácilmente manipulables
Otro argumento que suele esgrimirse frente a la idea de que la moral puede objetivarse y construirse a través de la razón y la ciencia es que la moral tiene que ver con los sentimientos, emana de nuestras tripas, resulta intuitiva, y que todo eso resulta muy difícil de cambiar. Lo mejor es proporcionar asistencia a quienes manifiestan determinada moral, porque hacerles cambiar de parecer resulta difícil.
Esta manera de abordar el problema presenta un problema: hay opiniones morales difícilmente respetables, por muy arraigado que esté el sentimiento o la tradición. Por ejemplo, en lo tocante a la educación de los niños, en poco tiempo hemos pasado de creer que poseían una depravación innata (y eran golpeados y maltratados físicamente por cualquier desliz) a creer en su inocencia innata (ahora no solo evitamos agredirles, sino que les prohibimos jugar “a matar”). El modo en que valoramos moralmente estas dos posturas parece haber cambiado en una sola generación. Y lo ha hecho gracias a la implantación de una simple idea.
El problema es que implantar ideas no basadas en la razón promueve que las emociones se polaricen en uno y otro sentido por arbitrarios motivos, como explica Steven Pinker en su libro Los ángeles que llevamos dentro:
La ideología no tiene cura, pues surge de muchas de las facultades cognitivas que nos hacen inteligentes: prevemos largas y abstractas cadenas de causalidad; adquirimos conocimiento de otras personas; coordinamos nuestra conducta con la de los demás, a veces ateniéndonos a normas comunes; trabajamos en equipo, realizando proezas que en solitario nos resultarían imposibles; utilizamos abstracciones, sin detenernos en los detalles concretos; interpretamos una acción de múltiples maneras, que difieren en cuanto a los medios y los fines, y también en cuanto a los objetivos y sus consecuencias.
En otras palabras, si por ejemplo definimos que nuestro enjuiciamiento moral debe hacer prevalecer la decisión que menor daño provoque a los demás, entonces las ideas no sistematizadas pueden producir resultados ambivalentes. Pegaremos a los niños o les prohibiremos jugar “a matar” sin saber muy bien qué actitud provoca más daño.
Es decir, que el estado debe procurar la libertad y tolerancia de las opiniones morales personales, pero siempre que éstas no violen la autonomía y el bienestar de los demás. Si no trazamos una línea consensuada en la razón sobre en qué momento estamos restando autonomía y bienestar a un feto, nunca nos pondremos de acuerdo a la hora de enjuiciar moralmente el aborto. Y si nos ponemos de acuerdo, puede que volvamos a creer justo lo contrario al poco tiempo. Cambiar de opinión es saludable, efectivamente, pero no si ese cambio opera de un modo caprichoso, cíclico o a merced de modas ideológicas… sobre todo porque, por el camino, quizá sí estamos restando autonomía y bienestar a un colectivo social: los no nacidos y, por extensión, a toda la sociedad: ¿qué pasaría si descubriéramos que hemos estado asesinado a millones de niños?
Que nuetra moralidad sea caprichosa y selectiva no es nada extraño. Ni siquiera las personas más íntegras logran ser moralmente coherentes. Sin la asistencia de unas directrices morales instauradas mediante consensos racionales y universales, enseguida podemos dar carta de naturaleza a los más abyectos actos inmorales. Los psicólogos sociales han identificado diversos trucos psicológicos de desconexión moral que operan a nivel inconsciente en todos nosotros, como minimizar el daño (“no dolía tanto”), relativizarlo (“todo el mundo es castigado por algo cada día”) o recurrir a requisitos de la tarea (“si hacer mi trabajo como supervisor significa que debo ser un cabrón, pues que así sea, porque si no lo hago yo deberá hacerlo otro”).
También solemos tropezar en la comparación ventajosa: “otras personas hacen cosas aún peores”. Y somos expertos en cosificar a seres humanos que consideramos fuera de nuestro grupo, solo así se explica el incríble grado de crueldad que miles de personas emplearon contra los judíos durante la Segunda Guerra Mundial.
En la siguiente entrega de este artículo, seguiremos con este hilo argumentativo.
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