Ayer vi una película muy hipster que recientemente se ha estrenado en salas comerciales, Submarine, dirigida por el Richard Ayoade, el más geek de la incomensurable serie geek The IT Crowd. Las primeras palabras de su protagonista, Oliver Tate, son: La mayoría de las personas solo piensan en sí mismos, como si no hubiera nadie más con ellos. Ello les motiva para levantarse cada mañana, comer y andar como si nada pasara. De hecho, el protagonista llega a desear que una cámara registre siempre su vida. Porque todos creemos que somos protagonistas de nuestra propia película. Por eso existen tantos viajeros egocéntricos: lo inútil de quejarse del número de turistas que visitan un lugar virginal o un rinconcito que solo queremos para nosotros.
Somos esencialmente egocéntricos, por muchas neuronas espejo que dispongamos en el cerebro: si dejamos de ser egocéntricos es para buscar alianzas y complicidades con las que, en suma, llevar a buen puerto nuestro plan secreto de perpetuar nuestro código genético. Y los que se sacrifican sin haberse perpetuado, en el fondo lo hacen por el mismo motivo: al igual que una masturbación resulta placentera porque el cuerpo cree que está diseminando su ADN, el sacrificio parece deseable porque incrementa nuestra reputación (y posibilidades de perpetuarnos); solo que veces la masturbación acaba en un kleenex y el sacrificio en la tumba. Un error lo tiene cualquiera, ¿no?
Eso también implica al mundo de la música. Cuando la canción habla del desamor, creemos enseguida que esa canción fue concebida especialmente para nosotros. Las canciones, entonces, se convierten en epítome de nuestro egocentrismo… y hasta nos molesta que se vuelvan demasiado populares (yo la conocía antes de que se hiciera asquerosamente comercial, solemos decir).
El asunto de las canciones tiene más miga de lo que parece. Las canciones conectan especialmente bien con nuestras emociones hasta conseguir que se nos ponga la piel de gallina, como os expliqué en otro artículo. Hasta el punto, también, de que seamos capaces de reconocer una canción importante, egocéntrica, con tan solo unas notas. Muchas menos de las que creemos.
No sé si conocéis Angie, de los Rolling Stones. Es una canción cuyo comienzo no parece que tenga nada de especial: un simple acorde de guitarra abierto en La menor. Hay muchas canciones que empiezan así. Pero quienes aman esa canción o la han escuchado el número de veces suficiente, son capaces de adivinar que ese comienzo le corresponde en particular, solo con escuchar la primera vibración de las cuerdas.
En 1999, Gen Schellenberg, de la Universidad de Toronto, pretendió calcular cuánta canción era necesario oír para adivinar su título. La conclusión del experimento fue que la mitad de los participantes logró clasificar los fragmentos musicales de menos de 100 décimas de segundo. Los participantes erraron únicamente en los archivos sonoros reproducidos al revés y en los que se suprimieron las frecuencias más altas.
Christopher Drösser explica el experimento en su libro La seducción de las música:
Schellenberg puso cinco éxitos de la lista de los más vendidos en los últimos meses (entre ellos la pegadiza canción Macarena, de Los del Río) a 100 estudiantes. Al principio, los participantes podían escuchar un fragmento más largo de cada una de las canciones que les resultaran conocidas, después les dejaban escuchar un archivo de audio muy breve de las cinco canciones en diferentes montajes experimentales y tenían que relacionarlos con los títulos.
Estas capacidades se han reflejado en otros experimentos similares, como el del investigador austríaco Hannes Raffaseder, de la Escuela Superior de St. Pölten, o Emmanuel Bigand de la francesa Université de Bourgogne. Y sin importar que los participantes fueran músicos o no.
Bigand desmenuzó la clásica melodía de las Cuatro estaciones de Vivaldi hasta dividirla en fragmentos de solo 50 milisegundos, y aun así los participantes fueron capaces de identificar la pieza.