Nuestra personalidad se fragua, en parte, por las características que tiene nuestro hogar de la infancia, como sugiere un extenso estudio llevado a cabo por Shigehiro Oishi y Ulrich Schimmack.
En el estudio se realizaron más de 7 000 entrevistas a personas que, de niños, se habían mudado de domicilio con frecuencia (por ejemplo, porque sus padres cambiaban de trabajo).
Hogar y felicidad
En el estudio se estableció una correlación entre el cambio frecuente de hogar y una disminución del bienestar psicológico, la satisfacción con la vida y la frecuencia de relaciones personales significativas en la edad adulta.
Como abunda en ello Dean Burnett en su libro El cerebro feliz:
Dicho con otras palabras, crecer sin un hogar estable y continuado durante la infancia puede hacer que una persona sea menos feliz de adulta. He ahí un vínculo muy claro entre nuestro hogar, nuestro cerebro y la felicidad.
Hay un matiz que señalar: el efecto negativo de la inestabilidad del hogar se detectaba en las personas introvertidas, no en las extrovertidas. Quizá porque la fuente de la infelicidad no era el cambio de domicilio en sí, sino perder relaciones sociales duraderas y la dificultad de iniciar otras nuevas.
Estos hallazgos indican que los movimientos residenciales pueden ser un factor de riesgo para los introvertidos y que la extraversión puede ser un recurso interpersonal para las relaciones sociales y el bienestar entre las sociedades que cambian de lugar de residencia a menudo.
Imagen | srqpix
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