Existe un gran interés por descubrir si algún punto de nuestro cerebro, una suerte de región neuronal numinosa, del que nace nuestra experiencia religiosa, nuestra necesidad de creer en la trascendencia, nuestra obcecación por llenar lagunas de ignorancia con mitos sobrenatuales.
Sin embargo, el punto divino de nuestro cerebro parece ser fruto de otro mito, uno que ha sido frecuentemente alimentado por los medios de comunicación y algunos libros, como el de Matthew Alpert (The God Part of the Brain).
No hay ningún punto
En un estudio, por ejemplo, se describía un estudio que decía haber descubierto que el hecho de pensar en Dios activa las mismas redes neuronales que se activan cuando pensamos en las emociones o las intenciones de una persona. Es decir, que la religión no parece ser albergada por un punto concreto en el cerebro, sino que está imbricada en toda una serie de otros sistemas de creencias que utilizamos a diario.
Pero ¿de dónde nace el mito del punto divino? Probablemente de las observaciones, en la década de 1950, del neurocirujano canadiense Wilder Penfield, que, tras estimular directamente partes del córtex de sus pacientes, notó que la estimulación del lóbulo temporal llevaba a muchos pacientes a experimentar sensaciones corporales anormales.
En la década de 1960, Eliot Slater y A. W. Beard, presentaron un informe de 69 pacientes con epilepsia del hospital psiquiátrico de Maudsley y el National Hospital for Neurology, en el que una parte de ellos (con epilepsia del lóbulo temporal) aseguraban tener experiencias religiosas o místicas, como ver a Cristo bajando del cielo.
La vinculación entre el lóbulo temporal y las experiencias religiosas incluso ha sido propagada por el neurocientífico V. S. Ramachandran en libros como Fantasmas en el cerebro, aunque más tarde, en diversas entrevistas, se ha encargado de negar que haya un punto específico para la experiencia divina.
Muchos puntos, no uno
La realidad es que la hipótesis del lóbulo temporal como origen de experiencias religiosas es muy débil, como señala un artículo de 2012 publicado en The Psychologist.
Otro estudio realizado en la Universidad de Montreal, dirigido por Mario Beauregard, escaneó los cerebros de 15 monjas en tres estados diferentes: en reposo con los ojos cerrados, recordando una experiencia social intensa y recordando un momento de unión subjetiva con Dios. Finalmente, la experienci religiosa no activaba un solo punto, sino diversos en el cerebro, siendo especialmente intensa la actividad en seis regiones, incluidas el lóbulo caudado, la corteza insular, el lóbuco parietal inferior, partes del córtex frontal y del lóbulo temporal.
Así pues, no parece que exista una región puntual para la experiencia religiosa (y que por tanto, extirpándolo, de repente nos volvamos ateos o profundamente escépticos), como tampoco la hay para muchas otras manifestaciones del cerebro, como la ironía. La experiencia religiosa, pues, más bien parece producto de muchos sectores del cerebro, de su forma intrínseca de procesar la información y las emociones.
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