Hay diversas teorías para explicar la rápida evolución del cerebro humano, transformándose progresivamente en un órgano que consume mucha energía para llevar a cabo toda clase de cábalas. Una de ellas es la evolución del lenguaje, y que ésta evolución se produjo para compartir información sobre el mundo.
Pero no cualquier información. La información más importante, la más necesaria para sobrevivir, no era acerca de leones u otros peligros, sino a propósito de otros seres humanos. La información más importante era el chismorreo, como el que podemos encontrar en Sálvame.
Animal social chismoso
El Homo sapiens es un animal social y en la cooperación social reside la clave de nuestra supervivencia y nuestra reproducción. En este contexto, una información importante para sobrevivir tiene que ver con saber quién odia a quién, quién duerme con quién, quién es honesto, quién hace trampas.
Tal y como abunda en ello el impresionante libro De animales a Dioses, de Yuval Noah Harari:
La cantidad de información que se debe obtener y almacenar con el fin de seguir las relaciones siempre cambiantes de unas pocas decenas de individuos es apabullante. (Es una cuadrilla de 50 individuos, hay 1.225 relaciones de uno a uno, e incontables combinaciones sociales complejas más). Todos los simios muestran un fuerte interés por esta información social, pero tienen dificultades en chismorrear de forma efectiva. (…) Las nuevas capacidades lingüísticas que los sapiens modernos adquirieron hace unos 70.000 años les permitieron chismorrear durante horas.
También hoy en día, por muy intelectuales que creamos ser, basamos la mayoría de nuestra comunicación con los demás en el simple chismorreo. Hablamos de terceros, hablamos de rumores. El chismorreo suele centrarse en fechorías. Los chismosos pueden mentir, pero también decir la verdad y proteger a la sociedad de tramposos y gorrones, como periodistas naturales.
Mintiendo
Si el chismorreo ha funcionado como herramienta para sobrevivir socialmente, las mentiras han servido para engrase social. No solo porque mentimos piadosamente a un amigo cuando nos pregunta qué nos parece su nueva casa, sino, sobre todo, porque creamos mentiras colectivas que nos trascienden y se transforman en mitos.
Los mitos son mentiras (en el sentido de que no hay evidencia de su existencia) que cree un número determinado de personas y cuyo propósito permite cooperar flexiblemente a un gran número de personas, incluso los que no se conocen personalmente.
Pero la ficción nos ha permitido no solo imaginar cosas, sino hacerlo colectivamente. Podemos urdir mitos comunes tales como la historia bíblica de la creación, los mitos del tiempo del sueño de los aborígenes australianos, y los mitos nacionalistas de los estados modernos.
Gracias a estas ficciones, un gran número de extraños pueden cooperar con éxito si creen en mitos comunes, ideas que no pueden ser examinadas a la la luz de la razón y las evidencias (y por tanto pudieran descubrirse como falsas, deshaciendo el pegamento social). Si no existieran los mitos, el alcance del chismorreo y la cooperación social solo alcanzaría a unos 150 individuos, que es el número de personas que se estima que nuestro cerebro es capaz de conocer íntimamente y chismorrear efectivamente con ellos.
Cualquier cooperación humana a gran escala (ya sea un Estado moderno, una iglesia medieval, una ciudad antigua o una tribu arcaica) está establecida sobre mitos comunes que solo existen en la imaginación colectiva de la gente. Las iglesias se basan en mitos religiosos comunes. Dos católicos que no se conozcan de nada pueden, no obstante, participar juntos en una cruzada o aportar fondos para construir un hospital, porque ambos creen que Dios se hizo carne humana y accedió a ser crucificado para redimir nuestros pecados. Los estados se fundamentan en mitos nacionales comunes. Dos serbios que nunca se hayan visto antes pueden arriesgar su vida para salve el uno al otro porque ambos creen en la existencia de la nación serbia, en la patria serbia y en la bandera serbia.
Imágenes | Pixabay
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