El otro día fui a un buffet libre que era el Año Cero de la evolución de la gastronomía. Todo está lleno de bandejas de menjunjes irreconocibles o mezclas casi cristalizadas (por el tiempo que llevaban hechas). Todo tenía aspecto de haber sido regurgitado hace una semana por una criatura infernal.
Sin embargo, había gente que llegaba, llenaba su plato con todo lo que podía y se obligaba a comer como si aquello fuera un restaurante con un puñado de estrellas Michelín. Estoy convencido de que aquella comida no sabía bien para nadie, pero no importaba: se la zampaban como si no hubiese mañana. ¿Qué extraño embrujo obraba para que los comensales estuvieran dispuestos a comer algo que haría vomitar a una cabra?
El poder de lo gratuito
En un experimento realizado por el psicólogo Dan Ariely y la estudiante de doctorado del MIT Kristina Shampanier trataron de averiguar hasta qué punto la gente estaba dispuesta a comer alimentos de pero calidad sencillamente porque era gratuitos.
Los alimentos escogidos eran bombones de la marca Lindt de buena calidad y bombones Kisses de Hershey´s, de calidad más mediocre. Las expusieron en una parada donde se leía el siguiente cartel: “una pieza de chocolate por cliente”. Pero si el cliente se aproximaba lo suficiente, entonces descubría los distintos precios de cada tipo de bombón.
Los Lindt costaban 15 centavos. Los Hershey´s costaban 1 centavo. Alrededor del 73% de los clientes escogieron los bombones Lindt, el 27% escogió a Hershey´s. Si bien eran más baratos, por muy poco más podían disfrutar de bombones de verdadera calidad. Es decir, que los clientes hicieron una elección bastante racional.
Pero todo cambió cuando los bombones Lindt se pusieron a 14 centavos (¡todavía más baratos!) y los bombones de Hershey´s a 0. Cuando una de las opciones se presentó de forma gratuita, el cálculo racional parecía desaparecer. En realidad no había ninguna diferencia con la propuesta anterior, incluso el buen chocolate salía más económico.
En esta ocasión, el 69 % de los clientes escogieron los Hershey´s y el 31 % escogió los Lindt. No había un razonamiento coste-beneficio: sencillamente lo gratuito resultaba más tentador. Tan tentador como la posibilidad de comer todo cuanto quisieras de un buffet libre, aunque hubieras pagado un precio bajo y la comida supiera a rayos. Como explica el propio Ariely en su libro Las trampas del deseo:
Consideramos entonces que quizá el experimento podía haberse visto adulterado por la posibilidad de que los compradores no tuvieran ganas de echar mano a la cartera o al monedero para buscar suelto, o de que simplemente no llevaran dinero encima; tal efecto podría hacer artificialmente que la oferta gratuita pareciera más atractiva. Para afrontar esa posibilidad, realizamos otros experimentos en algunas de las cafeterías del MIT. Esta vez los chocolates se expusieron cerca de la caja, como si se tratara de una de las habituales promociones de la cafetería, y los estudiantes que se interesaran en los chocolates no tenían más que añadirlos a la bandeja de su almuerzo y pagarlos cuando llegaran a la caja. ¿Qué ocurrió entonces? Pues que los estudiantes siguieron decantándose abrumadamente por la opción ¡gratis!
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