Conduzcamos nuestro llamativo Cadillac rosa por la costa montañosa y paradisíaca de California. Recorriendo la costa sur de California uno se cruza con lugares cuyos nombres parecen de broma: Atascadero, Sonora, Gorda (¿cuál será el gentilicio de los habitantes de Gorda?), Caliente, Morro Bay, Mariposa o Carmel (no confundir con Camel), de la que Clint Eastwood fue alcande durante muchos años.
Tras dejar atrás Morro Bay, llegamos a San Simeón, a medio camino entre Los Ángeles y California, donde nos topamos también con un lago de nombre anodino: lago López. Desde Santa Bárbara, sólo se tardan dos horas si se toman las autopistas 101 y 1. Allí no existen esos iconos estéticos propios de las playas de California, léase modelos siliconadas o culturistas exhibicionistas. Este paisaje entronca más bien con la soledad de la costa cantábrica española.
Entonces detengámonos. En la cima de una colina con vistas al Océano Pacífico, se alza el imponente Hearst Castle, a 1.000 metros sobre el nivel del mar. A la residencia sólo se puede acceder tras ocho kilómetros de camino serpenteante. Si hay niebla, además, se añade a la construcción un aire fantasmagórico que te invita a imaginar que tras aquellas paredes ha vivido el sosias californiano de Drácula, en vez del magnate de la prensa William Randolph Hearst.
Pero si la niebla escampa, se esfumarán también todas las connotaciones tétricas o carpetovetónicas, y descubriremos que Drácula ya no vive en Hearst Castle, la mansión que ahora se ha convertido en un parque temático del exceso, en una prolongación disneyniana del poder y el dinero cubierto con patina kitch. Una especie de Exín Castillos de tamaño natural. La Aguja Hueca, aquella caverna natural en la costa rocosa de Etretat, Francia, donde el galante ladrón Arsène Lupin, el personaje literario de Maurice Leblanc, atesoraba todas las maravillas que iba robando, como el tesoro de los reyes de Francia y el original de la Gioconda.
George Bernard Shaw ya había manifestado a propósito de aquel paraíso que es el lugar que Dios habría creado si hubiera tenido tanto dinero como Hearst. Y es que tanto en el exterior como en el interior del Hearst Castle se percibe a la legua un cacofónico mestizaje estético que parece impregnarlo todo: motivos griegos mezclados con motivos egipcios, romanos o medievales. No en vano, su dueño fue uno de tantos coleccionistas adinerados de la América del siglo XIX y principios del XX que construyeron suntuosas casas decoradas con elementos arquitectónicos y arte europeos. Pero el dueño de Hearst Castle lo hizo a lo grande: adquirió la cuarta parte de todas las obras de arte que salieron al mercado.
Este despropósito inmobiliario, pues, recuerda a la pirámide de un faraón estadounidense, un rompecabezas cuyas piezas pertenecen a iglesias, palacios, conventos y mansiones señoriales adquiridas en una Europa que aún se recuperaba de la Gran Guerra. Se exhiben obras de arte en los techos, en las paredes, en las escaleras, en todas partes, incluso en los lavabos. Un horror vacui presente en más de 100 habitaciones; 100 expositores de ego. Ocupando una extensión de 160 kilómetros cuadrados, el Hearst Castle cuenta con 56 habitaciones, 61 baños (tiene más baños que habitaciones, yo también me he dado cuenta), 19 salones, acres de jardines interiores y exteriores, piscinas, pistas de tenis, un cine, un aeródromo y el zoológico privado de mayor envergadura del mundo. Una suerte de Neverland, el rancho-parque de atracciones que habitaba Michael Jackson; que también es capaz de almacenar obras de arte tan extravagantes como el esqueleto aquejado del síndrome de Proteo de Joseph Merrick, El Hombre Elefante.
Hearst no dudaba en tunnear o cortar a medida los tesoros patrimoniales que le iban llegando de Europa. Sillas de un coro español reconvertidas en puertas de ascensor y otras yuxtaposiciones aún más sacrílegas. Alfombras persas y tapices góticos situados en uno u otro lugar bajo parámetros estéticos propios de un videoclip de la MTV. Ni Andy Warhol se hubiera atrevido a tanto. Vasos griegos que datan del 700 antes de Cristo, raras alfombras orientales, bajorrelieves, tapices flamencos, toda clase de esculturas de mármol, una biblioteca de más de 4.000 volúmenes de libros raros que también alberga 155 piezas de cerámica antigua, la mayoría griegas, bodegas con al menos 7.000 botellas de raras cosechas de vino europeo y californiano. Podríais permanecer horas contemplando este palimpsesto estético y nunca acabaríais de descifrar nuevas obras de arte mixturizadas. Mármoles, nenúfares, piscinas de fondo dorado, candelabros de plata y otras tantas antigüedades que, juntas y hacinadas como en un almacén, representaban el paradigma del mal gusto.
Algo así como un Ikea dadaísta del arte. Duchamp, a su lado, sólo era un aficionado, por mucho que expusiera un urinario a modo de fuente.
Si nos mareamos con tanto objeto histórico, también podemos visitar el mayor zoológico privado del mundo: 70 especies de animales, entre los que se encuentran avestruces, búfalos, canguros, llamas, tigres, osos, cebras y monos. Sin embargo, en la actualidad, el zoológico está vacío. Por dificultades en el mantenimiento de esa babilonia animal, a finales de los años 1930, la fauna fue donada a otros zoológicos públicos. Si los animales no son lo vuestro, entonces nada mejor que zambullirse en el ambiente bucólico de la Explanada del Norte, un amplio espacio abierto usado como paseo alrededor del edificio principal y como conexión con las casas de huéspedes. Allí encontraremos un enorme jardín botánico con toda clase de flores exóticas. Podríais perderos para siempre entre su espesura, como si de pronto hubiérais sido engullidos por un bosque.
Pero ¿por qué? ¿Por qué existen personas como Tío Gilito? ¿Por qué nunca es suficiente? ¿Para qué construir un lugar tan enorme, tan desproporcionadamente lujoso, tan insultantemente llamativo? Alain de Botton, en su ensayo Ansiedad por el estatus, ofrece algunas pistas sobre la razón que lleva a un millonario no hacer sólo ostentación de su cuenta bancaria sino a continuar engrosándola indefinidamente:
No deberíamos sorprendernos de que muchos de los que ya son ricos sigan amasando fortunas que van más allá de lo que podrían gastar cinco generaciones. Sus empeños únicamente resultan peculiares si insistimos en que la creación de riqueza sólo sigue una lógica estrictamente material. Tanto como el dinero, buscan el respeto que puede derivarse del proceso de acumulación. Pocos de nosotros somos estetas o sibaritas decididos, pero casi todos tenemos ansia de dignidad, y si una sociedad futura nos ofreciera amor a modo de recompensa por la acumulación de pequeños discos de plástico, esos objetos sin valor no tardarían mucho en ocupar un lugar preferente entre nuestras más fanáticas aspiraciones y ansiedades.