Cuando escudriñamos los entresijos de la vida social, uno de las dinámicas que pasan más desapercibidas son las transacciones económicas. Hasta hace pocas décadas, los estudios sociales se centraban en los incentivos del dinero, o en la satisfacción subsiguiente a la compra de un producto, pero la transacción, el intercambio de dinero, se consideraba una operación fría. Como sacar dinero de un cajero automático.
Sin embargo, la transacción económica ha resultado fundamental para la construcción de la civilización humana: de hecho, se observa una poderosa correlación entre los países que más han prosperado en derechos sociales y países en los que se ha prodigado más el comercio. Holanda, a ese respecto, es todo un paradigma para los científicos sociales. Podéis leer más sobre ello en ¿La posibilidad de ser asesinado disminuye gracias al comercio?
Eso sucede porque las transacciones tienen un componente emocional, un juego entre dos desconocidos que deben empezar a fiarse el uno del otro.
Para ilustrar cuán importante es la transacción para los seres humanos, se ha empleado uno de los más célebres y elegantes juegos de experimentación en ciencias sociales: el conocido como juego del ultimátum. Fue probado por primera vez en 1982 por Werner Güth, Rolf Schittberger y Bernd Schwarze en la Universidad de Colonia.
El juego del ultimátum es muy sencillo. Se centra en el interacción entre dos individuos. El juego empieza, por ejemplo, cuando el investigador entrega 10 dólares a uno de los individuos junto con las instrucciones de que valore cómo repartir el dinero con el otro individuo. En cuanto se propone un reparto, ya no se puede modificar. Y el otro individuo sólo puede decidir si acepta o rechaza la oferta. Si acepta, entonces el primer individuo se queda con la parte de los 10 dólares que ha propuesto, y el resto pasa al segundo individuo. Si el segundo individuo rechaza la oferta, entonces nadie se queda con nada.
La lógica nos diría que si uno ofrece 9 de los 10 dólares al otro, el otro aceptará porque, al menos tendrá 1 dólar: en caso de rechazar la oferta, no tendrá nada. Un dólar es muy poco dinero, pero es más que 0 dólares. Sin embargo, la vida real no funciona así, porque los seres humanos no son lógicas máquinas pensantes sino seres sociales preñados de sentimientos. Lo explica así Clay Shirky en su libro Excedente cognitivo:
En lugar de eso, quien propone suele ofrecer cantidades entre cuatro y cinco dólares, que quien responde generalmente acepta. Cuando quien propone ofrece cantidades menores, quien responde suele rechazarlas. Cuanto menor es la cantidad ofrecida, mayor es la posibilidad de que sea rechazada. Este resultado (que parece bastante intuitivo, si te imaginas en el lado menos favorecido) fue toda una sorpresa para la teoría neoclásica (¿qué participante racional dejaría escapar un dólar gratis sólo por su mera satisfacción emocional?).En resumidas cuentas: no importa las variaciones del juego que hagamos, no importa que establezcamos controles más severos, que las personas participantes sean anónimas. Finalmente, la mayor parte de la gente que proponía el reparto no lo hacía de forma demasiado egoísta, y la mayor parte de la gente que debía aceptar o no la proposición no aceptaba un reparto que se alejara demasiado de cierta percepción de justicia: se prefería no ganar nada a que el otro lo ganara todo.
Esto no tiene sentido si nos olvidamos de que somos criaturas esencialmente sociales: siempre actuamos en base al qué dirán, anhelando cierta reputación, y siempre perseguiremos que los demás no actúen de forma injusta, sobre todo si nos afecta o afecta a nuestros allegados. Y por supuesto, preferiremos estar un poco mejor que los demás (básicamente nuestros competidores sexuales inmediatos), aunque ello suponga rechazar estar mucho mejor pero ligeramente peor que los demás. O parafraseando un dicho Yiddish: el que tiene joroba se consuela si encuentra a alguien con una joroba mayor.
Al parecer, rechazar repartos que no sean generosos es un acto comunicativo y social, y no un simple error cognitivo. En una variante del juego que refuerza esta hipótesis, el proponente es un ordenador y, lo que es crucial, quien responde lo sabe. En este caso, quien responde suele aceptar el dinero que se le ofrece, dado que no hay un ser humano a quien culpar ni tampoco un sentimiento de satisfacción por negociar con una máquina, que no sería capaz de entender la ira implícita en el rechazo. Mientras se efectuaba un escáner cerebral a los participantes, se utilizó otra versión; quienes respondían rechazando propuestas poco generosas habían aumentado su actividad en el cuerpo estriado dorsal, en el que se experimenta la satisfacción, lo cual sugiere que nos satisface mantener a raya a los disidentes y que estamos dispuestos a rechazar otras recompensas (en este caso monetarias) para tener ese sentimiento.
El juego del ultimátum se ha usado en una gran variedad de culturas, con resultados similares. Los mercados, pues, apoyan e incentivan las transacciones generosas con personas desconocidas. Esto significa que, cuanto menos integradas están las transacciones de mercado en una sociedad, menos generosos entre sí serán sus miembros en interacciones anónimas.
El mercado familiariza a la gente con la utilidad que supone realizar transacciones con alguien a quien no conoce y con la idea, por implícita que sea, de que esas transacciones son una manera apropiada de interactuar con desconocidos. Y la mejor forma de alejar el miedo, la suspicacia y las elucubraciones hacia personas desconocidas, es interactuar con ellas para hacerlas conocidas.
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