Algunas religiones, corrientes filosóficas y libros de autoayuda suelen afirmar que el ser humano debe conocerse a sí mismo, explorar su interior, examinar su alma y sus pensamientos. De esta manera, cualquiera adquiere más sabiduría, sabe hasta donde puede llegar… quién es, en suma.
Mucha gente emprende viajes iniciáticos para obtener este mismo fin.
Sin embargo, a la luz de la moderna psicología, ¿todo esto tiene algún sentido? Pues no demasiado.
La introspección y la mirada interior, el enfrentarse a los monstruos interiores, no tiene mucho sentido porque tendemos a sufrir ilusiones ópticas, tanto reales como figuradas. Creemos entendernos a nosotros mismos cuanto más buceamos en nuestro interior, pero eso no es posible porque todos nos rodeamos de edificios teóricos fundados en mitos culturales y dogmas, en estereotipos tomados de oídas y en explicamos falsas pero ampliamente divulgadas y admitidas.
Una buena analogía sobre los errores que cometemos con nuestra mirada interior es la mirada exterior que postula intuitivamente que el Sol gira alrededor de la Tierra, cuando lo cierto es que es al contrario.
Conocemos deficitariamente los móviles de nuestros actos. Somos unos desconocidos de nosotros mismos, como afirman los profesores de psicología Richard Nisbett, de la Universidad de Michigan, y Timothy D. Wilson, de la Universidad de Virginia.
Para demostrar esto se han realizado numerosos experimentos, como el que trataba de analizar el grado de disposición que tenemos para socorrer al prójimo. Cuando menos testigos hubiera en una supuesta situación de emergencia, los participantes se mostraban más dispuestos a prestar ayuda. Si había muchos testigos, entonces dejaban de hacerlo.
Pero lo interesante vino al interrogar a esos sujetos sobre su disposición de ayudar: nadie sabía que su conducta dependiera de la presencia o no de unas terceras personas. Y cuando se les demostraba esta evidencia, lo negaban obstinadamente.
También nuestro estado de ánimo depende del entorno de una forma en la que no somos demasiado conscientes, como han demostrado las fuertes correlaciones entre estado de ánimo de mujeres durante diferentes días del mes y los factores externos como el tiempo atmosférico y el día de la semana. Cuando luego se les preguntaba a las mujeres qué factores creían ellas que habían influido en su estado de ánimo, no acertaban.
Ellas decían cosas como “no he dormido bien”, lo cual no influía tanto como el día de la semana, por ejemplo. Ante lo cual, Nisbett y Wilson concluyeron:
El material recogido justifica el mayor pesimismo en cuanto a la capacidad humana para describir con exactitud los propios procesos mentales.
Frente a otros estudios semejantes, el filósofo Adolf Grünbaum declaró muy atinadamente:
Es inútil y erróneo preguntar a los sujetos en análisis por qué ha mejorado su estado. Pues ni siquiera después de un análisis concluido con éxito tienen esas personas un acceso privilegiado a los mecanismos reales que han producido el cambio de estado.
A este respecto, podemos entender mejor cómo funciona la inteligencia intuitiva. A menudo creemos que un juicio ponderado y reflexivo dará mejores resultados a la hora de escoger una opción. Pero eso ocurre porque consideramos que entendemos todas las concatenaciones que nos rodean, incluidos los procesos de nuestra mente. Lo cual no es cierto.
Así pues, en un estudio, el psicólogo Timothy D. Wilson dijo a sus voluntarios que debían valorar muestras de mermelada de fresas. La primera vez, de golpe, sin pensarlo demasiado. La segunda vez, con tiempo y reflexión.
El resultado fue que los juicios de primera impresión concordaron mejor con la calidad evaluada a criterio de unos profesionales consultados. Por el contrario, los que se lo pensaron mucho se apartaron cada vez más de la opinión de los expertos.
Malcolm Gladwell tiene un estupendo libro lleno de ejemplos de experimentos de este tipo: Inteligencia intuitiva.
La conclusión, por tanto, es un poco aterradora: a veces es mejor no pensar demasiado y dejarnos llevar por el modo “zombi”. Bucear demasiado en nosotros mismos puede ser tan peligroso como hacerlo en las negras aguas de un océano lleno de tiburones.
Vía | Falacias de la psicología de Rolf Degen