Cuando nos relacionamos con una persona siempre aflora un pulso emocional entre ambos, una firma irrepetible que aparece de manera espontánea y automática. Algo así como una música que no oímos pero que nos influye. Una serie de patrones que nacen de la unión entre los patrones de cada individuo.
Sé que suena muy metafísico, de modo que os lo aclararé con un ejemplo. Durante la Segunda Guerra Mundial, las mujeres eran capaces de determinar quién estaba detrás de un aparato de radio sin escuchar su voz, ni sus pensamientos, ni su localización. Les bastaba con escuchar cómo transmitían en código Morse.
La mayoría de estas interceptores emocionales, formadas por los británicos durante la guerra, eran mujeres. Su trabajo consistía en permanecer día y noche conectadas a las emisoras de radio de las diversas divisiones del ejército alemán.
Los alemanes, además de emitir en los pulsos cortos y largos propios del Morse, hablaban en código, así que era imposible saber lo que estaban diciendo. Pero las operadoras acababan detectando una información muy relevante: identificaban quién estaba emitiendo el mensaje.
Nigel West, un historiador militar británico lo explica así:
Si escuchabas las mismas señales durante un cierto periodo de tiempo, enseguida te dabas cuenta de que había tres o cuatro operadores diferentes en aquella unidad, que trabajaban por turnos y que cada uno de ellos tenía sus propias características. Sistemáticamente, además de transmitir el texto, siempre había algún preámbulo y las típicas conversaciones prohibidas: “¿Cómo estás hoy? ¿Qué tal la novia? ¿Qué tiempo hace en Munich?” De manera que llenas una pequeña ficha, escribes en ella todos estos datos y, en poco tiempo, ya tienes una relación con esta persona.
Las fichas de las interceptoras no sólo reflejaban que habían conseguido captar el “pulso” y estilo de los diversos operadores que habían interceptado, sino que les asignaban nombres y les elaboraban un perfil muy detallado de su personalidad.
Cada vez que las interceptoras descubrían la persona que emitía el mensaje, también localizaban la señal. De este modo ya tenían otra información: sabían quién era y dónde estaba, y también si se había movido desde su anterior emplazamiento. Simplemente capturando esas señales en código Morse, las interceptoras eran capaces de seguir a los operadores de radio alemanes por toda Europa.
Ello constituía, a su vez, una información de gran valor militar a la hora de establecer la orden de combate, un diagrama de las unidades militares en el campo de batalla y su localización. Si un operador específico iba en una unidad concreta y transmitía desde Florencia, y al cabo de tres semanas reconocías su firma emocional en Linz, los estrategas británicos ya eran capaces de saber que esa unidad se había desplazado hacia el norte Italia para ir al frente del este.
La clave en el caso de los pulsos es que aparecen de manera espontánea. Los operadores de radio no hacen ningún esfuerzo para tener un estilo particular. Sencillamente, siempre acaban teniéndolo, porque algún aspecto de su personalidad se expresa de manera automática e inconsciente en la forma de trabajar con las claves del código Morse.
Finalmente, lo más curioso de este hecho reside en que basta con una secuencia muy breve en Morse para detectar de forma automática el patrón. Porque el pulso no aparece sólo en determinadas palabras o frases sino que se mantiene casi siempre en todo lo que exprese el operador. Unos segundos, y las interceptoras británicas sabían quién era quién.
Imaginaos la información metalingüística que somos capaces de emitir cualquiera de nosotros si un simple pulso de unos segundos a la hora de transmitir Morse ya es suficiente para que nos reconozcan.
Vía | Inteligencia intuitiva de Malcom Gladwell