Carol Dweck, psicóloga de Stanford, ha dedicado años a demostrar que uno de los elementos fundamentales de la educación satisfactoria es la capacidad de aprender de los errores. Sin embargo, acostumbramos a enseñar justo lo contrario. Si un niño comete errores, es que no es muy listo. El listo no comete errores, y además le elogiamos precisamente por ello, por ser listo. Pocas personas son las que elogian a los demás por su esfuerzo, y no por su capacidad innata.
Dweck realizó un experimento con más de 400 niños de doce escuelas de Nueva York: les sometía a una prueba muy fácil consistente en un puzzle no verbal. Una vez terminado, el experimentador decía la nota al niño, seguida de una frase de elogio. La mitad de los niños eran elogiados por su inteligencia; la otra mitad, por su esfuerzo.
A continuación, se les permitía escoger entre dos pruebas diferentes. La primera opción se describía como una serie de puzzles más difíciles, pero se decía a los niños que si lo intentaban, aprenderían mucho. La otra opción era un test fácil, parecido al que ya habían hecho.
Al idear el experimento, Dweck había imaginado que las distintas formas de elogio tendrían un efecto más bien moderado. Al fin y al cabo, era sólo una frase. Sin embargo, pronto quedó claro que el tipo de cumplido que se hacía a los alumnos de quinto grado influía espectacularmente en su posterior elección de las pruebas. Del grupo de niños felicitados por su esfuerzo, el 99 % escogió el conjunto de puzles difíciles. Por su parte, la mayoría de los chicos elogiados por su inteligencia se decidieron por el test más fácil.
Cuando elogiamos la inteligencia de un niño, en realidad le estamos transmitiendo el mensaje: sé listo, no te arriesgues a cometer errores.
Los siguientes experimentos de Dweck también sugieren que este miedo al fracaso también inhibe el aprendizaje. Con el mismo grupo de grupo de niños se les sometió a otra prueba, en esta ocasión muy difícil, para comprobar cómo respondían al desafío. Los que hubieron sido elogiados por su esfuerzo en la primera prueba, trabajaron con denuedo para resolver el problema, implicándose con gran entusiasmo. Sin embargo, los niños alabados por su inteligencia se desanimaron enseguida, porque consideraban sus inevitables errores como señales de fracaso: quizá, en el fondo, pensaban, no eran tan listos.
La serie final de pruebas presentaba el mismo nivel de dificultad que la primera. En todo caso, los alumnos elogiados por su esfuerzo mostraron una mejora significativa: aumentaron su puntuación media un 30 %. Como esos niños estaban dispuestos a aceptar retos (aunque al principio ello significara fallar), acabaron rindiendo a un nivel muy superior. Este resultado era aún más digno de admiración al hacer la comparación con los alumnos que habían sido asignados al azar al grupo de los “listos”: sus puntuaciones bajaron una media de casi el 20 %. Para los niños “listos”, la experiencia del fracaso había sido tan desalentadora que en realidad experimentaron un retroceso.
Vía | Cómo decidimos de Jonah Leherer