Confiamos y desconfiamos. El problema es que cuando nos encontramos en una situación con una persona que no conocemos de nada, no sabemos si confiar en él o no. Hemos de basarnos en nuestra experiencia e intuición para hacerlo o no. En este artículo no podré daros una receta, pero sí podemos plantear algunas cuestiones. La confianza se define como la dependencia de la honradez o la cooperación ajena, o al menos la expectativa de que el otro individuo no nos la jugará.
Un ejemplo de confianza entre animales lo tenemos en los lábridos limpiadores, que se meten las fauces del de un pez mucho mayor que ellos para alimentarse de los ectoparásitos. El lábrido confía en que el pez grande le permitirá mordisquear dichos parásitos mientras que el pez grande también debe tener confianza en su limpiador, porque no todos los lábridos son honrados: alguno se lleva a veces un trozo del pez mayor que hace que se estremezca e incluso salga disparado. Los únicas situaciones en las que los peces siempre juegan limpio es cuando el pez grande es un gran predador.
Pero es algo más. Tanto nosotros, como otros animales sociales, la necesitamos. Es normal, por ejemplo, ver una madre chimpancé sentada en un árbol agarrando a otro chimpancé inmaduro y zarandeándolo. Si lo soltara, caería hacia una muerte segura, pero el pequeño tiene confianza total en su madre.
Aun así, estos primates también aprenden a desconfiar de sus iguales. Por ejemplo, cuando juegan. El juego puede servir para divertirse, pero también hay un elemento competitivo. Si se están golpeando en forma de juego y aparece el hermano mayor de uno de ellos, la dinámica del juego cambia del todo y ambos saben quién será respaldado si la pelea pasa a ser real.
Ellos, al igual que nosotros, no podemos ser totalmente confiados, pero tampoco totalmente desconfiados. De hecho, si siempre examináramos a todo aquel con quien pretendemos hacer algo juntos, nunca lograríamos nada y, sencillamente, no existiríamos como sociedad. Tenemos, o queremos tener, confianza en los médicos cuando nos curan, en los pilotos de avión, cuando nos transportan por el aire, en los cocineros cuando vamos a los restaurantes, etc.
Es básica la confianza en la sociedad. El problema en cualquier sistema corporativo es que siempre hay quien abusa de esta confianza e intenta extraer más de lo que realmente debería, y si no ponemos algún tipo de freno a ese abuso el sistema entero se hundirá. Es, por tanto, normal que seamos cautelosos a la hora de tratar con otros.
¿Qué podría suceder si hubiera alguien que confiara plenamente en los demás? Pues cosas curiosas. Existe una enfermedad de nacimiento debida a un defecto genético que hace que el individuo que tiene esta enfermedad se abra a todo el mudo y confíe en cualquiera, además de otros síntomas. Se llama Síndrome de Williams.
Curiosamente, no tienen auténticos amigos, pues prestan su confianza de manera indiscriminada y quieren a todo el mundo por igual. Nunca sospechan de nadie. Realmente, tendemos a apartarnos de individuos así porque no sabemos a qué atenernos: ¿nos apoyarán en una disputa? ¿agradecerán nuestros favores?
Aun así, en las personas normales (esto es, sin el Síndrome de Williams), valoramos la confianza en grado sumo. Pero un exceso de confianza puede tener consecuencias graves. Si no, que se lo pregunten a Annette Sorensen, una madre danesa que en 1997 tenía 30 años y una hija, Liv, de 14 meses. Pues bien, esta mujer dejó el cochecito fuera del restaurante de manera que podían verlo desde dentro y alguien llamó a la policía. Le quitaron la niña y la noticia generó un debate considerable.
La madre no tenía en mente que en Nueva York el rapto de niños es muy habitual, pero resulta que en Dinamarca dejar el cochecito con el bebé a la entrada de un bar o un restaurante es una costumbre habitual. Tienen esta costumbre no porque no les guste estar al lado de su bebé mientras están tomando algo o comiendo, sino porque piensan que estar al aire libre es bueno para ellos.
Hillary Clinton, a su regreso de un viaje Copenhague comentó que se había quedado gratamente sorprendida al ver que las madres danesas dejaban sus bebés tranquilamente el cochecito. Cabría preguntarse si lo que es raro es, precisamente, lo que sucede en el resto del mundo y no en Dinamarca.
El primatólogo Frans de Waal preguntó a unos colegas daneses qué pasaría si alguien raptara en un caso similar al bebé, y dichos colegas se quedaron extrañadísimos. Decían que si alguien se presentaba en su vecindario con un bebé que antes no tenían, ¿es que nadie iba a preguntar de dónde había salido el niño? ¿no ligarían cabos cuando saliera la noticia del rapto en los diarios?
La confianza que los daneses depositan unos en otros se conoce como "capital social" y dicho capital muy bien puede ser, en opinión de de Waals, el más precioso que hay. De hecho, los daneses son los que obtienen las mejores notas en lo que a felicidad se refiere.
Vía | Frans de Waal, La edad de la empatía
Foto1 | Bajoelmar
Foto2 | Fondosya.com
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