Una de las escenas más recordadas de la película Regreso al futuro (Back to the Future) es la protagonizada por el protagonista, Marty McFly, cuando le llaman gallina. McFly, co-co-co, ¿acaso eres un gallina? Y entonces, McFly se enojaba y decide demostrar que no lo es, incluso afrontando riesgos ciertamente elevados.
¿Por qué no toleramos que la gente crea que somos cobardes? ¿De dónde surge la cultura del honor?
A principios de la década de 1990, dos psicólogos de la Universidad de Michigan, Dov Cohen y Richard Nisbett, decidieron llevar a cabo un experimento sobre la cultura del honor. Para ello, nada mejor que reunir a un grupo de jóvenes e… insultarlos. El insulto que consideraron más eficaz para sus fines fue nada menos que “gilipollas”.
El experimento fue como sigue:
El edificio de Ciencias Sociales de la Universidad de Michigan tiene un pasillo largo y estrecho en un sótano, flanqueado por hileras de archivadores. Los investigadores convocaron a los jóvenes a un aula, uno por uno, y les pidieron que rellenasen un cuestionario. Entonces les dijeron que depositaran el cuestionario al final de pasillo y volviesen al aula: un simple ejercicio académico de apariencia inocente.
Pero el experimento continuaba así: seleccionaron a la mitad del grupo de jóvenes. Cuando cada uno de ellos caminaba al fondo del pasillo con su cuestionario, un compinche de los investigadores se ponía a andar delante de ellos y sacaba un cajón de uno de los archivadores. Cuando el joven intentaba pasar, el compinche se mostraba visiblemente importunado. Cerraba el cajón, empujaba al joven por el hombro y, en voz baja, pronunciaba la palabra mágica: gilipollas.
Cohen y Nisbett estudiaron en profundidad cómo cambiaban los jóvenes que habían sido insultados. Incluso les tomaron muestras de saliva que indicaban que sus niveles de testosterona y cortisona, las hormonas que regulan la excitación y la agresividad, se habían disparado. Finalmente, se les pidió que leyeran la siguiente historia e inventaran un final para ella:
Sólo hacía unos veinte minutos que habían llegado a la fiesta cuando Jill se llevó a Steve aparte, obviamente molesta por algo.
¿Qué te pasa?, preguntó Steve.
Es Larry. Sabiendo perfectamente que tú y yo vamos a casarnos, ya me ha tirado los tejos dos veces esta noche.
Cuando se reintegraron en la fiesta, Steve decidió no quitarlo ojo a Larry. Efectivamente, no habían pasado ni cinco minutos, cuando Larry se acercó a Jill e intentó besarla.
Los finales escogidos por los jóvenes que habían sido llamados gilipollas minutos antes fueron inequívocos: fueron finales mucho más taxativos, violentos, rudos.
Pero entre los insultados hubo unas sorprendentes diferencias de agresividad o descontrol. Estas diferencias no dependía de si el joven sacaba buenas notas o malas, o si era físicamente imponente o no. Lo que importaba, sobre todo, era el lugar de procedencia del joven insultado.
Los jóvenes procedentes del norte de Estados Unidos básicamente se tomaron el incidente con humor, como una broma más o menos divertida. Sus apretones de manos eran normales; y de hecho sus niveles de cortisona disminuyeron, como si intentaran inconscientemente desactivar su propia cólera. Sólo unos pocos predecían una reacción violenta de Steve hacia Larry. Pero ¿y los del Sur? Ay, Señor… Vaya si se enfadaban. Sus niveles de cortisona y testosterona brincaban. Sus apretones de manos se hicieron más firmes; y tenían muy claro que Steve se iba derecho, con el puño cerrado, a por Larry.
Conclusión. A todos los afecta que nos llamen gilipollas. O gallina. O que se ponga en entredicho nuestro honor. Pero insulta a un sureño y le verás buscar pelea con mucha más facilidad.
Vía | Fueras de serie de Malcolm Gladwell