La lectura es una tecnología equivalente a los antibióticos o el aire acondicionado. Leer resulta tan antinatural que es capaz de moldear nuestro cerebro. Un cerebro lector es diferente a un cerebro analfabeto. No sólo hay diferencias estructurales en el cerebro, sino que los cerebros lectores entienden de otra manera el lenguaje, procesan de manera diferente las señales visuales; incluso razonan y forman los recuerdos de otra manera, tal y como señala la psicóloga mexicana Feggy Ostrosky-Solís:
Se ha demostrado que aprender a leer conforma poderosamente el sistema neuropsicológico del adulto.
Incluso los cerebros lectores se diferencian entre sí según el idioma en el que lean: los lectores de inglés, por ejemplo, elaboran más las áreas del cerebro asociadas con descifrar las formas visuales que los lectores en lengua italiana. Según se cree, la diferencia radica en el hecho de que las palabras inglesas presentan con más frecuencia una forma que no hace evidente la pronunciación.
Lo que ahora sugiere una nueva investigación es que el cerebro se entrena de un modo diferente si leemos clásicos o leemos contemporáneos (o dicho de otro modo, si leemos textos de palabras complejas, extrañas, rebuscadas o cuya definición ignoramos desafiamos a nuestro cerebro mucho más que si leemos el último de Pablo Coelho.)
Es al menos lo que sugiere un experimento que consistió en monitorizar la actividad cerebral de un grupo de voluntarios mientras leían una serie de libros, que ha sido llevado a cabo por un equipo de científicos, psicólogos y académicos de la lengua de la Universidad de Liverpool. Los clásicos que se leyeron pertenecían a las plumas insignes de Shakespeare, William Wordsworth y T.S. Eliot, entre otros.
Al parecer, el escaneo cerebral no dejó lugar a dudas: los clásicos consiguieron disparar la actividad cerebral porque suponían un reto mayor. Al adaptarse las obras a un lenguaje más moderno y el efecto cognitivo suplementario se diluyó. El estudio también apunta que la poesía incrementa la actividad en el hemisferio derecho del cerebro.
Así que ya sabéis, de vez en cuando, del mismo modo que resolvéis un sudoku o un autodefinido, tal vez sea conveniente que leáis textos que contengan palabras similares a las que ahora mismo voy a listaros (todas ellas pertenecientes, por cierto, a un cuaderno en el que atesoro palabras raras que no me gustaría olvidar):
<strong>Perspicuo</strong>: dícese de la persona que se explica con claridad.
<strong>Trastesado</strong>: endurecido. Dícese especialmente de las ubres de las hembras de los animales cuando tienen abundancia de leche.
<strong>Estevado</strong>: que tiene las piernas torcidas en arco.
<strong>Eviterno</strong>: que tiene principio pero no fin.
<strong>Sumidad</strong>: ápice o extremo más alto de una cosa.
<strong>Prognato</strong>: que tiene las mandíbulas salientes.
<strong>Escible</strong>: que puede o debe saberse.
<strong>Virago</strong>: mujer varonil.
<strong>Embaular</strong>: comer con ansia, engullir.
<strong>Zalema</strong>: reverencia humilde.
<strong>Almuerza</strong>: porción de algo que cabe en manos juntas en forma cóncava (se echó varias almuerzas de agua en el rostro).
<strong>Atrición</strong>: pesar de haber ofendido a Dios, no tanto por el amor que se tiene como por las consecuencias de la ofensa cometida.
<strong>Apodíctico</strong>: argumento irrefutable.
<strong>Ortología</strong>: arte de pronunciar bien.
<strong>Onicófago</strong>: que se come las uñas.
<strong>Acerico</strong>: almohadilla para clavar alfileres.
<strong>Acmé</strong>: mayor intensidad de la enfermedad.
Vía | Quo