Tal y como señala Patricia S. Churchland en su reciente libro El cerebro moral, la hipótesis predominante sobre lo que que determina nuestra moral es una interrelación de distintos procesos cerebrales. A saber:
1. El cuidado o la atención a los demás (enraizado en el apego a nuestros familiares y la preocupación por su bienestar).
2. El reconocimiento de los estados psicológicos de los demás (basado en las ventajas de predecir la conducta de terceros).
3. La resolución de problemas en un contexto social (cómo castigar a malhechores, por ejemplo, o distribuir los bienes cuando son escasos).
4. El aprendizaje de prácticas sociales (mediante un refuerzo positivo y negativo, por imitación, por ensayo y error, por diversos condicionamientos y por analogía).
Obviamente, la biología, la neurociencia o la genética no nos dicen nada acerca de cómo deberíamos actuar en el mundo: sencillamente nos aportan más información fundamentada acerca de cómo se relacionan los cuatro puntos anteriormente descritos.
Y con mayor información, tal vez, el debate sobre lo que deberíamos hacer se enriquezca. Así pues, la ciencia, en general, no dice nada sobre el “debería ser” sino sobre el “es”. La ciencia sólo puede corroborar hechos. De la ciencia no emana la ética. Pero sin ciencia, nuestra ética se basaría exclusivamente en intuiciones un poco más ciegas.