Los seres humanos creemos saber más de lo que realmente sabemos. También tendemos a creer que somos capaces de reducir la complejidad del mundo (social, psicológico, financiero, histórico) a unas simples fórmulas que en realidad jamás predicen casi nada, pues casi todo lo que vemos está supeditado a fuerzas que se nos escapan.
Pero, entre los seres humanos, hay una serie de elementos que aún exacerban más estos defectos: los llamados expertos.
Con todo, el daño que producen los expertos no solo se debe a la actividad de los propios expertos sino a nuestra tendencia a darles mayor importancia, a confiar casi ciegamente en ellos. Porque nos encanta los tangible, la confirmación, lo explicable, lo estereotipado, lo teatral, lo romántico, lo pomposo, la verborrea, la Harvard Business School, el Premio Nobel y, sobre todo, la narración; que todo se nos explique en forma de fábula o cuento para que nuestro sistema crítico quede todavía más inerme de lo habitual.
Si ahora echamos un ojo a las declaraciones de expertos en economía, por ejemplo, descubriremos que individuos con el mismo nivel de formación no solo opinan cosas distintas sobre la estrategia que debemos seguir para salir de la crisis financiera, sino que vierten opiniones diametralmente opuestas.
Los científicos sociales no parecen haber avanzado demasiado en el asunto de moderar los conflictos étnicos o en optimizar el comercio mundial, a pesar de que son problemas urgentes y los científicos sociales disponen de ingentes medios para conseguirlo. Comparemos estos avances con las ciencias médicas: también se enfrentan a problemas urgentes y disponen de medios poderosos. Pero la ciencia médica avanza de una forma espectacular, no ya en décadas, sino en lustros.
La razón no estriba en que las ciencias médicas sean mejores que las ciencias sociales, sino más bien que la medicina es más sencilla que la sociología. Las ciencias naturales se enfrentan a problemas más simples que los problemas a los que se enfrentan las ciencias sociales.
Lo cual relega a muchos expertos en diversas disciplinas a la categoría de engañabobos inconscientes; lo que Nietzsche llamaba Bildungsphilisters o zafios doctos, ignorantes que se escudan en los títulos académicos pero que carecen de erudición verdadera por su falta de curiosidad y humildad y su estrechura de miras.
Pero los peores somos nosotros: que seguimos depositando más fe en ellos de la que realmente merecen. Ya no digamos la confianza que depositamos en nuestros líderes (que finalmente se dejan asesorar por consejeros expertos, en el mejor de los casos, o deciden por sí mismos, en el peor).
Una de las personas que más ha profundizado acerca de las limitaciones de los expertos es la llevada a cabo por un psicólogo llamado Philip Tetlock, del que os hablaré en la segunda parte de este artículo.