Hace algún tiempo publicaba una especie de catarsis acerca de la relación jerárquica entre personas que presuntamente saben más que tú. Resulta irrelevante la forma en que una persona haya escalado dicha pirámide jerárquica: indefectiblemente considerará que es por méritos propios, y que ello la capacita para juzgar tu trabajo con una autoridad indiscutible propia del Tribunal Supremo.
Una tendencia que manifestamos todos, no solo nuestros superiores, tal y como ha señalado, por ejemplo, el psicólogo Daniel Gilbert, de Harvard.
Vuelvo a las andadas porque mis fricciones con algunas personas que deben supervisar mi trabajo siguen ahí, friccionando, y porque personas cercanas a mí también viven situaciones similares.
No hablo de jefes o superiores que aportan críticas constructivas o proponen ideas para ser evaluadas juntos, sino de jefes o superiores que dicen “eso está mal, se hace así, no hay más explicación, si acaso que siempre se ha hecho así y yo lo hago así”. Además, tales juicios se vierten sobre aspectos profundamente ambiguos, discutibles, matizables. Asuntos que requeriría de largas disquisiciones.
Nuestros superiores adquieren esa seguridad en sí mismos, propias de necios o de ignorantes, porque la mayor parte de sus subalternos les bailan el agua, evitan el confrontamiento, a fin de prosperar laboralmente. Sí, me refiero a los pelotas. Y a los cobardes. Y a los que, tropezando en el típico argumento de autoridad, se aminalan frente a una opinión sencillamente porque la opinión la ha articulado alguien jerárquicamente superior a ti.
Un jefe tonto te hace tonto
La mayor parte de las veces, la fiscalización negativa, irresponsable y maleducada de un superior (sobre todo si el superior ni siquiera sabe expresarse por correo electrónico sin parecer un Asperger, o sin cometer faltas de ortografía elementales, cuando no ambas cosas), esta fiscalización negativa, ya digo, redunda en un rendimiento inferior por parte del subalterno.
El problema de que tu jefe sea tonto, además, es que aún exagera mucho más sus cualidades, como el pez que se muerde la cola, tal y como sugiere un estudio en el que se observó que los que puntuaban en el cuartil inferior en pruebas de lógica, gramática y humor resultaban ser más susceptibles de sobrevalorar sus facultades. Es decir, que las personas más incompetentes suelen, además, negar taxativamente su incompetencia.
Dicha incompetencia tiende también a enmascararse en terminología oscura, así como en procedimientos que resultan muy precisos, científicos, cuando el asunto objeto de glosa no puede someterse a dichos rigores: por ejemplo, definir la línea editorial de una publicación, o determinar si una opinión es controvertida o no lo es, o si determinado enfoque tendrá más éxito que otro. Tal y como resume David Brooks en su libro El animal social:
Unos aplicaban la teoría de los Sistemas Dinámicos, otros el análisis Seis Sigma, o el método Taguchi o el análisis Su-Field (substance-field: modelo campo-sustancia). Estaba TRIZ, una tecnología rusa basada en modelos para producir creatividad. Estaba el Business Process Reengineering. (…) Según uno de los libros citados, BPR “intensifica los esfuerzos de JIT (Just In Time) y TQM (Total Quality Management) para que la orientación del proceso sea una herramienta estratégica y una capacidad esencial de la organización. BPR se concentra en procesos empresariales fundamentales, y utiliza técnicas específicas de las “cajas de herramientas” JIT y TQM como facilitadores, al tiempo que amplía la visión del proceso.
Erica leía frases como ésta, o las oía en las reuniones, y no tenía la menor idea de cómo se aplicaban a los problemas concretos. Los que las pronunciaban parecían valorar la precisión y la claridad. Intentaban ser científicos. Pero la jerga flotaba en el aire.
Todo esto, en suma, me recuerda a esa pequeña, casi irrelevante escena de la película El club de la lucha (Fight Club), donde uno de los compañeros del protagonista, en una reunión de trabajo, consulta si el icono podría ser azul cian (o algo así, dispensad mi memoria) con una intensidad en la voz y un mohín muy intensos. La intensidad de la vacuidad. La imbecilidad que afecta a quienes reciben un poquito de atención. Yo el primero.
Foto | Joe Ravi
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