Los niños nacen con patrones de conducta que vienen de serie, determinadas habilidades que vienen codificadas en los genes. Sin embargo, estas destrezas latentes, si no se activan a edades tempranas, quedan permanentemente desactivadas.
En ese sentido, el niño no nace puro y es la sociedad la que lo corrompe, sino más bien al contrario: el niño nace salvaje, y si educación y contexto social adecuado, el niño se queda atrapado en un estado salvaje aberrante. Es lo que ignoró flagrantemente Jean-Jacques Rousseau, el filósofo francés de la Ilustración que sostenía que nacíamos buenos y nos hacíamos malos por culpa de la sociedad, en su libro Emilio o la educación (1778).
Para impugnar a Rousseau, el psiquiatra infantil norteamericano Bruce Perry describió el caso de Justin, un niño de seis años que fue desatendido totalmente cuando era un bebé, creciendo en el hogar de un criador de perros.
El criador mantenía a Justin encerrado en una jaula, le daba de comer y le cambiaba los pañales, pero apenas le dirigía la palabra, ni jugaba con él, ni le daba muestras de afecto. Tal y como lo explica Dick Swaab en su libro Somos nuestro cerebro:
Cuando lo ingresaron en el hospital, Justin arrojaba sus heces al personal y no parecía capaz de hablar o andar. En su escáner vieron que su pequeño cerebro se parecía al de un paciente de alzhéimer. En el ambiente estimulante de una familia adoptiva, Justin empezó a mejorar y a la edad de ocho años pudo ir a la guardería. Se desconoce cuáles serán las secuelas que sufrirá Justin.
Otro caso célebre fue el del niño encontrado en los bosques de Languedoc, en Averyon, al sur de Francia, en el 1797, que fue bautizado con el nombre de Víctor. Tenía unos diez años, había sido abandonado y se había alimentado de frutos silvestres.
El médico Jean Marc Gaspard Itard recibió el encargo del Ministerio de Asuntos Interiores de París de hacerse cargo de su educación, y escribió un detallado informe al respecto. A pesar de todos los esfuerzos del doctor Itard, Víctor jamás llegó a ser un hombre con plenas facultades y a única palabra que aprendió a pronunciar fue lait (leche).
Lengua instintiva
Nuestra lengua también se desarrolla en un entorno social. Sin ese entorno, la lengua no se articula correctamente en nuestro cerebro. Por ejemplo, durante la Segunda Guerra Mundial, los niños que permanecían en asilos, atendidos por personal escaso, sufrían trastornos psicológicos diversos, entre ellos un desarrollo del lenguaje deficitario.
La adquisición de la lengua materna no sólo deja una fuerte impronta en el desarrollo cerebral, sino que resulta crucial para muchos aspectos del desarrollo del niño, como muestra el siguiente experimento para descubrir “la lengua de Dios”:
El emperador Federico II de Alemania, Italia, Borgoña y Sicilia se propuso descubrir la “lengua de Dios” en 1211, y pensó que ésta se manifestaba de forma espontánea si los niños jamás oían la lengua de su madre. Dispuso tajantemente que se educara a docenas de niños en completo silencio. La “lengua de Dios” no se manifestó. Los niños eran incapaces de hablar y todos murieron a temprana edad.
Foto | Maurice Quentin de La Tour
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