Se suele decir que, cuando el río suena, agua lleva. Es decir, que si mucha gente apoya una idea o hay muchos indicios de que una idea es cierta, entonces será cierta, olerá a podrido en Dinamarca.
Sin embargo, confiar en esta asunción es tan aventurado como confiar justo en la contraria: que la mayoría siempre se equivoca. Si fuera así, la democracia sería una entelequia (más de lo que ya es), Wikipedia no funcionaría y la inteligencia colectiva sería un término vacuo.
El quid de la cuestión, pues, parece residir en cuándo debemos depositar nuestra confianza en la mayoría y cuándo no. Por ejemplo, es más inteligente fiarse de lo que afirman los expertos en una disciplina científica porque, entre ellos, hay muchos mecanismos de verificación y se promueve la crítica: en consecuencia, la homeopatía no es efectiva porque hay demasiados estudios que así lo sugieren, aunque haya millones de personas que individualmente sostengan lo contrario. Además, el diseño de los experimentos para confirmar o no la eficacia de un tratamiento elimina gran parte de los sesgos intelectuales de quienes defienden o atacan la terapia.
Ya en el siglo XVII, el científico belga Jan Baptist van Helmont desafió a los curanderos de la época a que demostraran la eficacia de las sangrías y las purgas, proponiendo la siguiente prueba a cambio de una apuesta de 300 florines (afortunadamente, la profesión médica ha avanzado mucho desde entonces):
Saquemos de los hospitales, de los campos o de donde sea a 200 o 500 personas con fiebres, pleuresías, etc. Dividámoslos por la mitad, formemos grupos de manera que una mitad quede a mi cargo y la otra al vuestro. Yo les curaré sin sangrías ni evacuaciones importantes. Vosotros haced lo que sepáis, veremos cuántos funerales tendremos unos y otros.
Archie Cochrane, célebre epidemiólogo escocés que combatió en fascismo en la guerra civil española, fue uno de los grandes críticos de los curanderos y algunos médicos que estaban convencidos de qué tratamiento administrar simplemente porque ya lo “sabían”. Cochrane fue el inspirador de la Biblioteca Cochrane, que sigue dependiendo del esfuerzo voluntario de 28.000 investigadores médicos para reunir las mejores pruebas existentes sobre tratamientos efectivos.
Tal y como sostiene Esther Duflo, una destacada investigadora randomista: “Si no sabemos si lo que hacemos sirve para algo, no somos mejores que los médicos medievales y sus sanguijuelas. Unas veces el paciente mejora y otras, muere. ¿Son las sanguijuelas? ¿Otra cosa? No lo sabemos.”
Por el contrario, no es muy inteligente fiarse de lo que afirman los militantes de un partido político, donde la disensión y la crítica es reprobada. Algo parecido sucede en el ámbito del arte, de la religión o de cualquier otra ideología que no dispone de buenos diseños de experimentos y no se basan en una idea clave: la única manera de progresar acumulativamente en el conocimiento es quitarle la razón a nuestro predecesor, sea o no una vaca sagrada. Estas carencias no tienen nada que ver con la estupidez o la estulticia de sus seguidores, sino en la enorme complejidad del asunto tratado: descubrir si un tratamiento médico es eficaz o no es mucho más sencillo que demostrar si Shakespeare era mejor escritor que Cervantes (en el primer caso hay menos variables que controlar, en el segundo hay variables que incluso entran en conflicto con el subjetivismo).
En la próxima entrega de este artículo, profundizaremos en los claroscuros de la sabiduría popular y sobre el por qué no hay que fiarse de lo que diga la mayoría (independientemente de que sea cierto o no).