No parezco yo precisamente el típico que se siente a gusto en mitad de un crisol de culturas, el que disfruta sobremanera en los baños de masas, el que se abre sin remilgos ante cualquier fulano con un chirlo en la cara, el Corán entre las manos o una costumbre ancestral, antediluviana y carpetovetónica. Y, además, solo me acerco a la gran ciudad de vez en cuando, en plan Paco Martínez Soria en La ciudad no es para mí.
Con todo, a pesar de mi ostracismo autoimpuesto, me sulibeya asimilar neuronas de cerebros geniales o extraños. Ojalá fuera tan fácil como en La mujer explosiva, que para proporcionar mayores conocimientos a una computadora, los protagonistas se limitan a escanear una fotografía de Albert Einstein, y la computadora informa con tono de impresora matricial: “escaneando el cerebro”. Esa tecnología surrealista la suplo leyendo libros, surfeando por Internet o yendo a la ciudad a charlar con gente de verdad (Paco Martínez Soria coming to town).
Es decir, que mi tesis es que las ideas no se producen exactamente en nuestros cráneos individuales, sino en diversos hábitats que apoyan o fomentan las grandes ideas, sobre todo si estamos conectados con otras mentes.
Esta idea ha empezado a tomarse más en serio desde que Kevin Dunbar, de la Universidad McGill, creó una especie de Gran Hermano de científicos allá por la década de 1990. Dunbar instaló cámaras en cuatro laboratorios de biología molecular punteros y registró, hasta donde pudo, todo lo que allí se sucedió. También llevó a cabo entrevistas sobre las investigaciones que llevaban a cabo los científicos, pero siempre en presente, en el instante en el que estaban realizándose. Lo explica así Steven Johnson en su libro Las buenas ideas:
Dunbar y su equipo transcribieron todas las interacciones, codificándolas con un sistema que les permitía ir trazando pautas en el flujo de información del laboratorio. Por ejemplo, cuando había interacción entre grupos, lo que hacían los científicos podía etiquetarse como “aclaración”, o “acuerdo y elaboración”, o “cuestionamiento”. Y, sobre todo, Dunbar llevó un registro de todos los cambios conceptuales que iban ocurriendo a lo largo de cada proyecto: por ejemplo, un científico podía hallarse perplejo por los continuos problemas que encontraba para mantener un control estable de los resultados, y se daba cuenta de repente de que el problema del control podía ser la base para un experimento completamente nuevo; o se producía un diálogo entre dos investigadores que, trabajando en proyectos distintos, hallaban de repente una conexión inesperada e importante entre ambos.
Los filtros, que retienen las impurezas, en el ámbito de la cultura resultan un enemigo de la innovación, de lo raro, de lo esquinado; un robo expolio de nuestra inteligencia colectiva en aras de intereses provincianos o políticos, un robo no solo con nocturnidad sino con total diurnidad.
Donde yo resido, en Cataluña, por ejemplo, La Conselleria d´Educació ha llevado recientemente a cabo las evaluaciones de primaria del nivel en lengua catalana y lengua castellana. La de lengua catalana era una prueba basada en un texto complejo de Charles Dickens; la de castellano, un sencillo texto de 240 palabras de un libro de Manolito Gafotas. Algunos observan en esta discrepancia de dificultad una forma de incrementar artificialmente las notas de castellano frente a las de catalán a fin de que nadie exija mayores horas de castellano frente al catalán, so pena de que el catalán podría contaminarse del castellano o, peor, incluso desaparecer. Lo ignoro.
Pero algo sí sé. Puede que cada año desaparezcan para siempre unos 30 idiomas. Pero ¿es sensato tratar esta extinción como si fueran especies animales que debemos conservar a toda costa? La única forma de mantener vivo un idioma es concentrando a un número elevado de hablantes monolingües en una zona geográfica. El valor de un idioma también se mide por el número de personas con las que uno puede comunicarse usándolo, es decir, creando un universo común en el que todos podamos intercambiar ideas. Las lenguas minoritarias están muy bien, pero su defensa no debería eclipsar algo todavía más importante: que las lenguas son para conectar con los demás, también los que no pertenecen a nuestra cultura. Tal y como señala Joseph Heath:
En otras palabras, hablarlo genera una economía de red para los demás usuarios de dicho idioma (del mismo modo que comprar un aparato de fax genera una economía de red beneficiosa para todos los demás propietarios). Determinados idiomas, como el inglés, llegan a un “punto álgido” en que los hablan tantas personas que merece la pena pagar por aprenderlos. En este caso, se convierten en hiperlenguas. Los demás idiomas se quedan atrás, y tendrá que producirse un fenómeno insólito para que sigan usándose. Por tanto, aunque puede entristecernos la inminente desaparición del kristang, el itik o el lehalurup, debemos reconocer que para conservarlos sería necesaria una comunidad de hablantes monolingües (o al menos nativos). No basta con imponer cualquier de ellos como segundo idioma, porque siempre tendrán que enfrentarse a la hiperlengua. Sin embargo, renunciar a un dominio fluido de una hiperlengua a cambio de hablar uno de estos idiomas minoritarios puede reducir seriamente las posibilidades de un individuo. Quizá no suponga un problema mientras haya suficientes personas dispuestas a hacerlo, pero no podemos culpar a los que no muestren el menor interés.
La diversidad cultural es imprescindible, pero la diversidad surge precisamente de la mezcla de culturas, aunque esa mezcla tienda a una suerte de masa homogénea latente. Recibimos inputs americanos, pero también japoneses o indios. Y, a su vez, ellos reciben inputs nuestros. Esto produce puntos de convergencia y similitud, pero también una trasfondo continuamente cambiante, nada endogámico, nada pureta, nada xenófobo.
Tal vez algunos prejuicios se derribarían si tratáramos la cultura como lo que realmente es: no un estandarte político o nacional (provinciano), sino un conjunto de ideas retroalimentadas por otros que, colectivamente, produce ideas mejores, más ricas y más evolucionadas. La mutación, la retroalimentación y la sinergia son factores coadyuvantes para el progreso de la cultura, la creatividad y el arte. De los cruzamientos nacen nuevas cosas, del mestizaje, del batiburrillo. Del intercambio. De permitir que tu cerebro se intoxique de cerebros extranjeros, aunque eso, al mezclarse contigo, haga desaparecer lo tuyo, lo que te distinguía, para ver nacer algo nuevo, mucho más rico e innovador.