A riesgo de que nos tilden de luditas o refractarios al avance tecnológico y la prosperidad material, a la mayoría de nosotros nos complace infinitamente más el trabajo artesanal, el que hace callo, que es ligeramente imperfecto pero profundamente humano, antes que el uniforme y clónico de las máquinas. Si podemos pagaremos más por un objeto artesanal porque valoramos el tiempo y el esfuerzo invertidos.
También porque dispondremos de un objeto único en el universo. Pero, sobre todo, porque implicarnos en un trabajo artesanal nos proporciona placer y afina una parte de nuestra inteligencia, unos rasgos que se nos arrebatan progresivamente debido a la mecanización de todos los procesos. ¿Tal vez estamos ante el secreto plan de una suerte de Skynet?
De los telares mecánicos a la nostalgia manual
Qué duda cabe que los telares mecánicos, a pesar de los miedos de pérdidas de puestos de trabajo, incrementó la prosperidad generalizada. Pero el ser humano dejó de usar tanto las manos, pasando de la artesanía a la industria en pocos lustros, abandonando casas y talleres rurales para instalarse en gigantescas fábricas. Y, como ya había advertido Adam Smith en La riqueza de las naciones, el trabajo artesanal especializado devino en trabajo de fábrica sin formación.
Porque el artesano se convertía en un trabajador que solo debía dominar una serie de operaciones simples bien definidas, convirtiéndose así también en un robot. Se incrementó la productividad a expensas de la habilidad artesanal, la estandarización a expensas de la originalidad. No era una pérdida económica, sino de autonomía. Como señalaba Hannah Arendt en su libro La condición humana:
A diferencia de las herramientas del trabajo manual, que en todo momento del proceso productivo son los sirvientes de la mano, las máquinas exigen que el trabajador les sirva a ellas, que ajuste el ritmo natural de su cuerpo a su movimiento mecánico.
Como defendió apasionadamente el teórico social Harry Braverman, allá por el 1974 en su obra Labor and Monopoly Capital, la mecanización de la industria también mecanizaba el cerebro, empujando al trabajador a desempeñar labores rutinarias que ofrecían escasa responsabilidad, pocos desafíos.
Un caso práctico: el dibujo
Tal vez podría objetarse que, en efecto, la mecanización arrebata algunas habilidades al ser humano, pero también le permite desarrollar otras. ¿Quién es menos habilidoso? ¿Un arquitecto que dibuja a mano alzada o un experto en CAD? Sin embargo, parece que la pérdida es mayor que la ganancia, tal y como ya reveló en la década de 1950 el profesor de la Harvard Business School James Bright tras examinar la consecuencia de la automatización de trabajadores en trece entornos industriales distintos.
Siguiendo en particular el ejemplo de arquitecto que prescinde del dibujo a mano alzada y adopta el software CAD, son muchos los que critican esta transición aduciendo que el arquitecto CAD pierde frescura y originalidad, así como cierto componente emocional, tal y como defiende el arquitecto finlandés Juhani Pallasma en su libro La mano que piensa (2009). Al dibujar con un bolígrafo y un lápiz, “la mano sigue el contorno y las formas del objeto”, algo que no ocurre al manipular la imagen simulada en el ordenador: “la mano normalmente selecciona laso líneas de un conjunto determinado de símbolos que no tiene relación analógica (ni, por consiguiente, manual o emocional) con el objeto”.
Todavía es prematuro juzgar los programas de diseño como herramientas que limitan la creatividad humana, porque tales programas seguirán desarrollándose en un futuro, implementando prestaciones aún inimaginables. Pero dadas las circunstancias actuales, Nicholas Carr lo tiene bastante claro en su libro Atrapados:
Influye, para bien o para mal, en la forma de trabajar y pensar de una persona. Un programa de software sigue una rutina particular, que facilita unas formas de trabajar y complica otras, y el usuario del programa se adapta a la rutina. El carácter y las metas del trabajo, así como los estándares por los que se juzga, son conformados por las prestaciones de la máquina. Siempre que un diseñador o artesano (o cualquier otra persona) se vuelve dependiente de un programa, también asume los preconceptos del fabricante de ese programa. Con el tiempo, termina valorando lo que el software puede hacer y descartando como algo secundario, irrelevante o simplemente inimaginable lo que no puede hacer. Si no se adapta, corre el riesgo de quedar marginado en su profesión.
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